La felicidad sobre el papel



“El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
(Artículo 13 de la Constitución de 1812)

P
robablemente esta y otras muchas grandilocuencias diseminadas a lo largo del articulado de nuestra primera constitución, hayan terminado por crear una incondicional y, a veces, desmesurada devoción hacia “la Pepa”, tanto a la izquierda como a la derecha del ideario político nacional. Lo que no está nada mal, teniendo en cuenta que el mismo Rey de las Españas -por la gracia de Dios- en cuyo nombre se decreta y sanciona el texto, le dio la patada. Si a ello le añadinos, que su vigencia fue prácticamente inexistente, salvo un escaso y turbulento período de tres años, desde 1820 a 1823, durante el llamado “trienio liberal”, su permanencia en los altares constitucionales españoles es prácticamente un milagro .

         Por aquellos años de principios del XIX, Bélmez de la Moraleda, en buena lid con su devenir histórico, pertenecía en lo civil y judicial al Concejo y Reino de Granada y al partido judicial de las Villas, que se extendía a lo largo de los Montes Orientales y cuya capitalidad era Iznalloz. Precisamente, por estar situada nuestra bien amada villa en los imprecisos límites del Santo Reino de Jaén, se venáin dado estas desavenencias entre históricas y geográficas, ya que por el contrario, en el plano eclesiástico, se dependía del obispado de Jaén, y de manera más específica, del arciprestazgo de Baeza.

         Con la invasión napoleónica, esta situación se va a ver modificada. Y no precisamente por las escaramuzas de la guerrilla en el castillo de Belmez, sino por la división administrativa llevada a cabo por nuestros invasores en el año 1810, cuando la villa pasó a depender de Jaén en lo civil y del Cantón de Jódar en lo militar. De hecho, no será hasta  1837 que la villa se incorpore de manera definitiva dentro del Partido Judicial de Huelma, como así es en la actualidad.

         Pero volviendo a las Cortes de Cádiz, hubo avances que sí tuvieron una efectividad inmediata, como fue la supresión en 1811 de los “señoríos jurisdiccionales”, que hasta ese momento, y desde tiempos inmemoriales, habían permitido a los titulares de las tierras nombrar a su capricho y conveniencia los cargos de Alcaldes Ordinarios, Regidores y otros puestos administrativos de la villa, así como el poder para entender y sentenciar en primera instancia con las mismas prerrogativas de un juez.


         Por aquel entonces, era el titular del mayorazgo y señorío de Bélmez de la Moraleda don José Rafael de Silva y Palafox, duque de Hijar. y aunque este pasó a ser mero propietario de las tierras, no nos podemos hacer muchas ilusiones, pues los poderes políticos no acabaron siendo propiedad del pueblo, sino que fueron a parar a las manos de la hacendada burguesía, que a partir de entonces va a elegir de entre los suyos  y para ellos mismos los mencionados cargos.

         Así estaban las cosas a mitad de siglo. Incluso peor, pues los vecinos de Bélmez tuvieron  numerosos pleitos y roces con don Cayetano de Silva y Fernández de Córdoba, último marqués de Jódar, por lo que a nadie le extrañó que este incluyese las propiedades que mantenía en nuestra villa dentro de la venta realizada a don Ignacio Martín Díaz, comerciante de Aranda del Duero. Este individuo era lo que hoy llamaríamos “un señor de la guerra”, pues se había enriquecido durante la guerra de la Independencia y la primera carlista, al contar entre sus amistades con un famoso guerrillero llamado el Manco, y hasta con el mismísimo general Espartero.

         Definitivamente, el artículo 13 de la Constitución liberal de 1812 había trasmutado, y el objetivo del Gobierno no resultó ser la felicidad de todos, sino de quienes se adelantan en erigir como suya la nación, puesto que el fin de la sociedad política resulto ser el propio bienestar de ellos como individuos privilegiados que la dirigen, y nada ni nadie más.  

Fuentes: Bélmez de la Moraleda en sus documentos, de Martín Santiago Fernández Hidalgo, Imaginario cultural y pautas demográficas del siglo XIX, de Matilde Peinado Rodríguez.

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