La escuela que yo tuve -Artículo Ideal Sierra Mágina, diciembre 2019-

De la escuela que yo tuve cambiaría muchas cosas. Por supuesto que borraría aquella funesta máxima, que tan a pies juntillas seguían demasiados de mis maestros, de que «la letra con sangre entra», porque a la larga queda demostrado qué poco bueno aprendimos de los palmetazos, las guantadas y los coscorrones. Pero lo que no cambiaría por nada de aquellas aulas saturadas por el baby boom, es todo el tiempo que perdimos en las Humanidades, impartidas y escritas así, con el elegante empaque de la hache mayúscula ondeando su estandarte. 

Hace unos días, a propósito del nefasto ninguneo que dichas Humanidades tienen en los actuales planes de estudios, discrepaba en las redes -siempre en buena lid y cordialidad- con una brillante arquitecta y buena escritora, por cierto, nacida también en Sierra Mágina. Escribía yo que, por desgracia, cada vez tenemos más ingenieros con un máster en lo suyo y deja de contar, pero a la vez iletrados y analfabetos funcionales en valores humanos, lo cual ella me refutaba por entender que era incierto; que ser ingeniero no está reñido con los valores humanos. 

En verdad, mi afirmación, contundente y algo excesiva, no es más que una de las conclusiones resultantes del razonamiento que ya en 1930 José Ortega y Gasset desgranó en su ensayo «La rebelión de las masas», donde alertaba de que la incultura es el ser natural del ciudadano europeo -entonces como ahora-, por carecer de un «sistema vital de ideas» acordes y actualizadas conforme a la evolución social; o lo que en román paladino viene siendo un bagaje de vida. El maestro Ortega era incluso más incisivo, espetándonos a no convertirnos en «paletos de la ciencia», aunque esta sea el verdadero motor de la Humanidad. Eso sí, siempre por detrás de la vida humana misma que la hace posible. 

Años 70: alumnos y profesores de los últimos cursos del Colegio Alonso Vega de Bélmez de la Moraleda


Con las Humanidades desterradas de la escuela, el sistema educativo actual se ha centrado en el modelaje de ciudadanos ralos en espíritu crítico. Se forman sin ningún pudor autómatas, obreros especialistas en trabajos tecnificados hasta la enésima potencia, cuyo fundamento descansa en un consumismo deshumanizado y utilitarista. Mientras, y en consonancia con ello, se pretende que palabras tales como dignidad, historia, libertad, respeto… terminen desapareciendo del diccionario o se conviertan en voces arcaicas por desuso. Para terminar de rematar la situación, las nuevas tecnologías, que combinan algo en apariencia inocuo como es lo visual con lo auditivo, parecen haber sido concebidas para atrofiar la imaginación y el pensamiento de una audiencia que detesta la reflexión crítica sobre todas las cosas. 

La escuela que yo tuve era defectuosa, pues respiraba provisionalidad y estaba apuntalada en la urgencia de unos cambios sociales que la llevaban con la lengua afuera ya que, para bien o para mal, la transición se dio en todos los ámbitos de la sociedad española. En concreto, a nosotros nos pilló con el paso cambiado de la pubertad, mientras estudiábamos el bachiller ya fuera de Mágina. Así fue como por las grietas de aquel modelo educativo en obras se colaron aires nuevos, o al menos, ideas que nunca antes nos habían sido expuestas. Por supuesto que aprendimos a resolver las incógnitas de complejas ecuaciones y hasta desentrañamos el ritmo al cual una función trigonométrica cambia respecto de una variable independiente. También nos sorprendimos con las leyes de la genética mendeliana e incluso celebramos comprender la ley general de los gases con los postulados de Charles, Boyle y Gay. Pero además, leíamos mucho, poco o lo suficiente, a Martín Santos, a los Goytisolo, a Machado, a Hernández, a Cernuda… en cuyos escritos descubrimos una España bien distinta a la Puebla Nueva del Rey Sancho de las «Crónicas de un pueblo»Hasta llegaron nuevas lecturas del otro lado del charco: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Allende… y con ellas una América latina que para nada coincidía con lo descrito en los viejos libros de Historia; los mismos libros que nuestros profesores nos hicieron aparcar a un lado, para que tomáramos apuntes, donde aprendimos a escribir «Al Ándalus». Y descubrimos que su frontera norte se situaba en Roncesvalles y que el punto álgido de su cultura estaba en Córdoba, una ciudad plural y diversa, donde un filósofo judío, Maimónides, y otro musulmán, Averroes, dilucidaban sobre la dicotomía de la fe y la razón en la filosofía griega clásica, la de Platón y Aristóteles, que pronto íbamos a descubrir, para llevarnos junto a San Agustín, Hegel, Marx, Nietzsche y Ortega -otra vez Ortega-, por todo el pensamiento occidental. 


Por desgracia, ya no queda nada de todo esto en el sistema educativo actual; como si la ingeniería no necesitara de una pizca de poesía que apuntale su precisión con el más férreo de los pilares, el de la humanidad; como si no se precisaran planteamientos filosóficos ni presupuestos éticos para llevar a la programación informática hasta eso que llaman el responsive designcomo si conocer la historia fuera tema baladí, para no terminar siempre repitiendo los mismos errores, por parte de teóricos y prácticos de la economía y las finanzas. En cambio, y gracias al desembarco de la empresa en escuelas y universidades, se ha terminado por mercantilizar la enseñanza, para fabricarse a medida obreros sin conciencia ni causas, ciudadanos sin ideas ni criterio y alienados consumistas de la tecnología, enchufados a una realidad virtual que termine por desengancharlos de su propia condición humana.    

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