Los magineros de la Meseta -Ideal Sierra Mágina, febrero de 2020-

El domingo 12 de enero, se inauguraba en la galería madrileña Ra del Rey, la exposición fotográfica «Miradas y Complicidades» de la escritora, fotógrafa y viajera Gloria Nistal Rosique. Imaginaos qué no habrá visto Gloria, con cámara o no de por medio, si ha viajado más de doscientas cincuenta veces fuera de España, visitando más de un centenar de países en cuatro continentes, incluso llegando a vivir temporadas más o menos largas en diferentes ciudades de tres de esos continentes. En esta magnífica exposición, como en su vida, Gloria se vale de la empatía y de la afinidad, para persuadir a sus improvisados modelos, quienes, ya sea en África, América, Europa o Asia, responden con la misma franqueza y sinceridad, ofreciendo su mirada sin pose, y si se me aprieta, su mirada más cómplice. Ese enfoque, el saber captar ese preciso perfil de cada una de las diversas razas del mundo, no lo logra un fotógrafo, si no destila, por encima de todas las cosas y todas las técnicas, humanidad; algo que, a primera vista, vemos rebosar en la mirada de la artista madrileña.   

Hace unos años, tuve el placer de participar, junto a ella y otros treinta y seis escritores más, en el libro Sierra Mágina: territorio literario. Aquella publicación supuso el surgimiento de un peculiar y heterogéneo grupo de artistas, a quienes el fragor de las disputas literarias vividas en las canchas de Sierra Mágina, unió de manera inevitable, y tal vez de por vida. 

Fotografía: Gloria Nistal Rosique


Así pues, al calor de la exposición de Gloria, nos reunimos, una vez más, los magineros de la Meseta; es decir, quienes de aquel grupo, ya sea por unas u otras circunstancias, vivimos pasado Despeñaperros. Allí, mezclados entre el numeroso público que se congregó en la sala, estuvimos -aparte de la anfitriona de la exposición y yo mismo-, Soco Mármol, escritora bedmarense, coordinadora de aquel libro y, desde entonces, nombrada por unanimidad «nuestra maestra», a cuyo libro de relatos El año del vestido azul, protagonizados en su mayoría por mujeres de Mágina, dediqué uno de mis artículos; Flori Tapia, madrileña de raíces panciverdes –no en vano es la inventora del término «bedmarear»-, cuya lúcida pluma te arrasa las entrañas como un tsunami; la vallisoletana Ángeles Cantalapiedra, quien no tuvo reparo alguno por adentrarse en las sinuosas carreteras de Sierra Mágina, haciendo parada y fonda en nuestros pueblos, para quedarse como García Márquez, maravillada por las historias que nuestra tradición oral ha ido transmitiendo, generación tras generación, de madres a hijas; Adelaida Porras Medrano, que es tan madrileña como sevillana, pero con una ineludible vinculación con Jódar -no en vano, por las venas de sus hijos corre sangre garduriense-, además de ser autora de Otra vez esta noche (Alfar, 2011), novela ambientada en la Jódar de los años veinte del pasado siglo; aunque, para haber podido completar la partida, nos faltó Pepe Iglesias, nuestra conexión extremeña, cuyo breve e intenso relato alrededor del Santo Cristo de Burgos, no sé si acontecido en Cabra del susodicho, en la imaginación de Pepe o en ambos lugares de manera simultánea, aún me tiene gratamente desconcertado. 

Tras recorrer la exposición, ocupamos un discreto rincón, aunque no logramos impedir el quedarnos a merced de los vaivenes del público que, de buena mañana, celebraba la prodigiosa habilidad de Nistal disparando su objetivo. Desde nuestro corro, pude congratularme de lo mucho que me une a Flori, quien, como persona y como escritora, me tiene enamorado. Les pude poner cara y voz al fin, tanto a Adelaida como a Ángeles, y así disfruté de la prestancia y el empaque de dos verdaderas damas de la literatura. También diserté largamente con nuestra Soco; y cuando digo «largamente», quiero decir, que coincidimos en nuestras apreciaciones, para luego encontrarnos en polos totalmente opuestos, aunque, tras un buen rato de dialéctica, siempre terminamos por alcanzar una posición que nos convenza a ambos. Mientras tanto, Gloria, radiante y feliz, no paraba de recibir felicitaciones. 

Transcurrida la mañana, y tras conjurarnos por enésima vez con repetidos abrazos por la literatura y por Mágina, nos fuimos marchando todos. De vuelta a casa, caminé por la Gran Vía más ancho que largo, tal vez henchido por el chute extra de adrenalina que siempre me suponen estos encuentros nuestros; bueno, también porque las aceras de la más importante calle de nuestra capital, ahora son como avenidas –nunca dejaré de agradecértelo, Carmena-. El caso es que, Madrid Central lucía el domingo con un empaque tan diferente que, hasta esquivar turistas, ya no era un incordio, sino un zigzag perfectamente coreografiado.  



Al llegar a Callao, mientras me iba camuflando entre la marabunta anónima, justo antes de dejarme tragar por la boca del Metro, miré hacia arriba, en busca de la majestuosa estampa del Capitol. Una vez respirado el vértigo sublime de su perfil, mientras bajaba mi vista a la altura de los humanos, observé que todas las farolas lucían carteles anunciando la próxima fiesta de San Antón.  

De pronto, ya no estaba allí, sino en Mágina y, además, era noche cerrada; era la Noche de las Lumbres, que encabritaban su lengua como si pudieran alcanzar las alturas del cielo, la pureza de los corazones, la cura del miedo… Y cuando al cabo de un rato la leña y el ímpetu de las llamas se fue calmando, y las patas de su caballo de fuego se templaron poco a poco, apareció la calma que terminó por acallar aquel chisporroteo de támaras y zarzas. Todos, grandes y chicos, cantamos y saltamos las brasas; todos, grandes y chicos, por un día, apagamos juntos la sed con la bota. Entonces, mientras regresaba al sol y a la tarde madrileña, lo vi con toda claridad en mi cabeza: había nacido un nuevo proyecto maginero; uno que, además, tenía que proponérselo a Gloria y a su objetivo indiscreto.

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