Nos han salido arrugas en el alma —Artículo de Ideal Sierra Mágina. Diciembre de 2020—

         Me temo que, cuando lleguen las doce de la noche del 31 de diciembre de 2020 en una triste y desierta Puerta del Sol, este annus horribilis no habrá terminado aún. Por desgracia, para ese último segundo que dé paso al resto de nuestras vidas, la bruja pandémica nos tendrá preparada una última treta. Será toda una crueldad, un conjuro definitivo que estire como un chicle esos 9.192.631.770 períodos de radiación que transcurrirán entre los dos hiperfinos niveles del estado fundamental del isótopo 133 de un átomo de cesio, para transformar lo que tenía que ser el postrero instante de un año, en toda una eternidad. 

Nada cambiará, al menos de repente, por mucho cuidado que hayamos tenido en tomarnos la última de las uvas antes de que sonara la duodécima campanada. Tampoco romperá la maldición de este maléfico hechizo el color rojo de nuestra ropa interior de estreno. Ni siquiera lo lograrán nuestros bien intencionados propósitos para ese hipotético ¿año nuevo? que habrá de llegar. Y es que, a estas alturas de la película, aún no hemos aprendido que esto no va de propósitos, sino de acciones. 





Personalmente, me pasé eso que llaman la «primera ola», buscándole la parte buena al confinamiento que la acompañó. Fueron noventa y ocho reflexiones; una por cada día que no pisé la calle. Noventa y ocho momentos que, incluso en lo más álgido de mi connatural pesimismo, rezumaban esperanza; tanta como ingenuidad.  


Por eso mismo, recibí la llamada «nueva realidad» como si en verdad se tratara de un gran acontecimiento: el momento álgido del año, en el que la mayor parte de la humanidad —escrito así con minúscula, pues muchos méritos habremos de hacer para recuperar el lustre y la magnanimidad perdida como conjunto— iba a aplicar por fin en la práctica toda la sabiduría adquirida durante el encierro. 


Por eso que, entonces, me hice la misma pregunta que el conejo de la suerte: wha´s up, doc?… ¿qué hay de nuevo, viejo?… ¿qué hay de nuevo en la nueva realidad, viejo?… Pero solo un eco enorme y ensordecedor respondió a mi pregunta, como si se intuyera el largo y complicado camino que nos quedaba por delante para llegar quién sabe dónde, mientras la voz de Jim Morrison sonaba de fondo: let it roll, baby, roll…       

Durante otros ochenta días con sus ochenta noches —tiempo más que suficiente para que Julio Verne le hiciera dar la vuelta al mundo a Phileas Fogg— me hice esas preguntas, mientras escuchaba a políticos, expertos y opinantes varios llegar a ninguna conclusión, a la vez que, como Porky, se encogían de hombros diciendo: Th-th-that's all folks!… ¡Eso es to... eso es to... e-eeesto es todo amigos! 


Cuando nos alcanzó la «segunda ola», nada de lo que dijimos haber aprendido obtuvo su aplicación práctica —no obstante, tenemos el dudoso honor de pertenecer a la única especie animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra—. Es normal que entonces cundiera el desaliento. Sí, este era un momento muy complicado para tener responsabilidades políticas. No era además, un trabajo muy agradable para estos tiempos, ya que había que hilar muy fino.  


Pero los pisoteados, ninguneados y ultrajados siempre terminan siendo los mismos. Por eso que, cuando ocurren estas cosas, me avergüenzo del género humano, aunque tal vez debería puntualizar mi apreciación, ya que solo me avergüenzo de una parte de esa inhumanidad, o como mucho de dos partes: la de los poderosos y la de sus cómplices necesarios, convertidos en sus manos con qué golpear y sus pies con qué machacar a todos los demás. 





Entonces, mi familia y yo —como otras muchas— contrajimos el virus. Por fortuna logramos superarlo, pero la ciudad donde vivo, la ciudad abierta que todo te ofrecía se había convertido en un agujero inmundo. Alguien estaba destruyendo el lugar a donde vine desde Mágina cargado de sueños y de esperanzas hace veintisiete años, por lo que sentía unas ganas tremendas de coger carretera y manta y no volver la vista atrás; ni siquiera para echar una leve ojeada por el retrovisor. Para qué, si ya sentíamos la flama de las llamas en la espalda.  


Tener al alienígena dentro te hace cambiar la perspectiva y, sobre todo, te lleva a dudar y a cuestionarte todo: ¿en qué fase estamos ahora?… ¿temporada de patos?… ¿temporada de conejos?… ¿la curva aún crece?… ¿la curva decrece?… ¿se ha estabilizado?… 


Y sí, puede que al principio estuviéramos muy asustados. Tanto, que ni siquiera nos atrevíamos a sacar las narices más allá del alféizar de la ventana; nada más que el ratito de los aplausos, y luego para adentro. Ahora, sin embargo, que parecemos estar bien, o eso se desprende de la serenidad de nuestro gesto cuando nos saludamos —a una distancia prudente— con nuestros amigos, vecinos y conocidos, seríamos capaces de permanecer horas y horas contemplando este precioso paisaje maginense con vistas al fin de la humanidad, mientras nos palpamos las arrugas que nos han salido en el alma. 


Tal vez nos hayamos rendido, que hayamos aceptado nuestra sobrevenida decrepitud, pero sigo pensando que estas arrugas no le sientan nada bien al inconformismo que se nos presupone como los imperfectos miembros del género homo sapiens que somos. 

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