Devociones y modas -artículo aparecido en Ideal Sierra Mágina en junio de 2018-
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lguna vez he fantaseado con una
idea épica de Mágina como un lugar virgen preservado a foráneas
contaminaciones por la aspereza de sus cerros preñados de
recónditas y laberínticas cuevas, donde moraban ingenuos y felices sus huidizos
habitantes. Situados como estamos en el paraíso interior del Santo Reino de
Jaén, en estos parajes de pasos y despeñaderos, en esta tierra de entredicho
–tierra de nadie pretendida por todos-, nos imaginaba una epopeya memorable con
héroes sabios y justos que, lejos del
ardor guerrero y de la hazaña bélica, enarbolasen la bandera de la bondad y la
armonía del espíritu. A lo sumo, solo veía
a los maginenses empuñando una espada
para preservar esa presumida pureza de sentimientos y de valores.
Esta peregrina ocurrencia mía no surgió precisamente de una
sesuda lectura de “La Ilíada” debajo de
un almecino, sino más bien de un atracón de cómics de “Astérix, el galo”,
acompañado de una buena rebanada de pan con aceite y azúcar en uno de aquellos atardeceres
de Mágina, allá por la mitad de los setenta del pasado siglo. Así, entre bocado
y bocado, veía nuestra inmaculada idiosincrasia esparciéndose por doquier, como
si nos encontráramos en la irreductible aldea gala: anacrónica e indiferente al
resplandor de la poderosa Roma; ingenua y despreocupada ante lo novedoso y lo
cambiante. Pero para mi desilusión, con el paso del tiempo descubrí, que entre
los cuasi divinos poderes de nuestro aceite de oliva –nuestra pócima mágica-,
no estaba el de hacer que nos resbalaran
las costumbres bárbaras, que más pronto que tarde ungieron nuestra piel con su
pringue de origen incierto.
Y para muestra un botón. Durante todo el mes de mayo hemos
celebrado en nuestros pueblos numerosas fiestas y romerías donde agasajamos con
fervor a los santos de nuestro devocionario: las Vírgenes y los Cristos de
Mágina que adoramos en base a una certeza interior, irracional e inexplicable, que
nos ha sido transmitida generación tras generación. Algunas de estas fiestas
son incluso populares en varios de los pueblos de entre los que conformamos
Sierra Mágina. Ese es el caso de la que se celebra en honor de la Virgen de la
Fuensanta, patrona de Huelma, que cuenta con feligreses a lo largo de toda la
comarca, desde Bélmez a Torres, pasando
por Solera y Cambil. Personalmente, tengo entre mis primeros recuerdos el de acudir sin falta cada año a la llegada
de la Virgen, trasladada a principios de mayo desde su Ermita de la Fuensanta
hasta la parroquia de Huelma. Como en otros casos, la leyenda de la Virgen de
la Fuensanta se remonta a los tiempos de la repoblación, tras la conquista
cristiana de estas tierras. En su intervención milagrosa, la Virgen le devuelve
las manos a la hija del alcaide moro de Cambil, pues se las habían cercenado en
castigo por haberse opuesto a la voluntad de su padre, al interceder por los
cristianos del lugar. Por aquel entonces,
las entradas de la Virgen eran celebraciones donde se respiraba por supuesto el
fervor por las creencias y el respeto por la tradición, pero sobre todo, esa sobriedad
y sencillez en los actos y en los gestos que desde la Edad Media han
caracterizado las procesiones de fe de estas tierras del norte de Andalucía.
Creencias y leyendas aparte, nuestra pequeña aldea gala,
nuestro pequeño reducto de los escarpados cerros de Sierra Mágina, mutó con el
devenir vertiginoso de los tiempos en un puntito rojo más del Google Maps de la aldea global, donde lo
genuino y lo auténtico se diluye en favor de modas importadas e impostadas desde
el dominio y la preeminencia de los mass media y la plaga progresivo-exponencial
que alcanza cualquier novedad en las redes sociales, ¿o acaso no son hoy en día
nuestras romerías de mayo un calco de las de la Baja Andalucía, con su trasegar
de carrozas y vino, con sus faralaes y sus trajes de corto y sus polvos del
camino?
Es inevitable y hasta ineludible, que otras tradiciones se
nos instalen y hasta que las hagamos nuestras. Por otra parte, no se
malinterpreten mis observaciones, pues no dejan de ser más que meras
constataciones de cierto carácter sociológico aderezadas con alguna que otra
conjetura a título particular; doctores tiene la Iglesia y la Sociología para
discernir al respecto. El caso es que, las modas igual que vienen se van, y
otras vendrán en sustitución, para que una y otra vez volvamos a disfrazar las
creencias de nuestros ancestros con ropas extrañas y gestos ajenos. Pero si en
ese preciso momento de intercambio de vestimentas nos observáramos desnudos,
despojados de todo lo superfluo -y hasta de pudor- y miráramos más allá de los
pliegues de nuestras pieles, más allá de nuestros cuerpos primorosamente imperfectos,
con un poco de esfuerzo, veríamos dibujarse al trasluz un leve pálpito, casi
imperceptible, por donde fluya hasta la superficie nuestra esencia. Entonces, quizá no tengamos que fantasear con caernos de
cabeza -cuan Obélix maginense- al caldero de la pócima mágica y sepamos
preservar nuestras tradiciones, con el arma de nuestra memoria, del orgullo por
lo nuestro y poco más, sin necesidad de escondernos del mundo en las recónditas
y laberínticas cuevas de la enigmática Mágina.
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