29 de febrero de 1980 -Artículo de Ideal Sierra Mágina, marzo de 2019-
La única patria que debe movernos nuestro corazón y hasta las tripas,
no tiene bandera que izar ni frontera que proteger. El único país que ha de
llenarnos de orgullo hasta conmovernos por un humano sentido de la pertenencia
estará hecho de roces y de tactos; de abrazos y de besos; de respiración y de
aliento. Su perímetro no lo condicionan territorios chequeados en aduanas y
delimitados con cercos, sino el término que marca el horizonte de nuestros
pensamientos y el alcance que establezcan nuestras metas; eso sí, supeditadas a
las personas que, de nuestra sangre o de otra -de nuestra condición o distinta-
verdaderamente nos importen tanto o más como nosotros a ellas. Porque la
auténtica patria estará en nosotros y en las circunstancias que nos rodeen y nos
unan a otros como nosotros y a los paisajes de su corazón.
Casi toda mi
generación -la de aquellos que ya pasamos de los cincuenta y nacimos en Sierra
Mágina- se empapó de las virtudes y defectos de la escuela pública de la
transición, donde la inmediatez de las novedades llevaba a nuestros profesores,
bien por el camino del inmovilismo, bien por el de la improvisación. Y si
tuvimos la suerte de proseguir -al menos- los estudios de Bachillerato o de
Formación Profesional, nuestra educación anduvo a matacaballo entre un catón
rancio y academicista, donde prevalecía la auctoritas del profesor
tradicional, cuyas disertaciones solían terminar con un «y esto que os digo
va a misa»; mientras en el otro extremo, un viento fresco de renovación se
colaba por las ventanas de las aulas de mano de docentes –tanto veteranos como
bisoños-, que nos enseñaban, primero a observar cuanto acontece en el mundo,
para cuestionarlo todo después, ya que el cerebro, nuestro músculo más
importante, el que nos hará crecer como personas, habrá de ejercitarse a base
de interminables series de sentadillas de espíritu crítico combinadas con otras
tantas tandas de dominadas de entendimiento.
Era el mes de
febrero de 1980, concretamente el viernes 29 de febrero de aquel año bisiesto;
un viernes de resaca política en Andalucía, ya que el día anterior se había
celebrado el referéndum sobre la vía autonómica del artículo 151 de la
Constitución. Los titulares de los periódicos reflejaban decepción y desencanto
por no haberse optado en las urnas por un autogobierno pleno a la altura de las
consideradas comunidades históricas; es decir, Cataluña, Galicia y Euskadi.
Desgraciadamente, un puñado de votos había impedido que se alcanzara el
especialísimo cuórum que exigía este artículo: mayoría absoluta del electorado,
que no de los votantes, y en cada una de las provincias, que no en el cómputo
total de la futura comunidad autónoma. Después, como las siguientes
generaciones han estudiado en los libros de texto, se dio por aprobada la vía
del 151, entre otras cosas, por resultar evidentes las tropelías ocurridas en
algunos colegios electorales de Almería y Jaén, donde «habían votado hasta
los muertos».
Pero regresando a
aquel viernes, al día después, yo estaba entonces cursando primero de
bachiller. Como todos los días, teníamos Lengua a primera hora y el profesor
nos pidió que escribiéramos nuestro parecer sobre lo ocurrido. Aquella fue la
primera vez que tuve conciencia de haber escrito un relato. El protagonista, un
humilde agricultor de un pequeño e indeterminado pueblo andaluz que, azada al
hombro, salía de su casa para dirigirse al tajo aquella misma mañana de
viernes. Rondando en su cabeza, desazón y rabia a partes iguales por el
desenlace ocurrido en el recuento de votos de la noche anterior, cuando de
repente, se topa de frente con una pared empapelada con propaganda electoral.
Sin pensárselo dos veces, suelta la azada y arranca con furia los carteles de
la pared. Después, valiéndose de la herramienta, los despedaza en el suelo
hasta hacerlos irreconocibles. Pasado el momento, una vez desahogado, nuestro
hombre vuelve a poner la azada sobre su hombro y, triste y desesperanzado,
prosigue su camino hacia el trabajo.
Teníamos quince
años y hasta los diez habíamos crecido en la una, grande y libre España del
franquismo. Incluso puede que a alguno que otro de nuestros profesores de la
EGB no le hubiera llegado los vientos del cambio que soplaban en todo el país,
quién sabe si por lo abrupto y escarpado de Sierra Mágina, lo cual, unido a su
situación interior, hace que los vientos que llegan de fuera lo hagan apenas
sin fuerza ni repercusión. Pero en apenas cinco años, habíamos aprendido mucho
sobre nosotros y sobre la tierra que nos había visto nacer: habíamos aprendido
que después de muchas guerras, después de mucho batallar, respetar al otro, al
de enfrente, con sus diferencias, nos había hecho mejor pueblo, mejores
personas; habíamos aprendido a ser hospitalarios con el de fuera, hasta
empaparnos de su cultura, porque la nuestra es el resultado de muchas otras;
habíamos aprendido que, Andalucía, España, Iberia, Europa, la Humanidad… serían
tan libres como nosotros fuéramos justos y sabios.
Aquel viernes 29
de febrero de 1980 fue un día raro, como cabría esperar de un día que solo
ocurre cada cuatro años. Aquel día, sin embargo, volvimos a evidenciar todas y
cada una de las virtudes que tenemos como colectivo: nuestro sentido de
pertenencia, nuestra apertura de miras, nuestra templanza y nuestra infinita
paciencia. Y todas ellas juntas son reconocibles a lo largo de los siglos como
señas de identidad de este pueblo nuestro: el pueblo andaluz.
Comentarios
Publicar un comentario