Sueño con monaguillos sin sotana y obispos sordos como una tapia

Andaba yo en mis cosas. No sé si soñaba despierto o lo vivía en mi sueño, pero mis pensamientos volaban allá en lo alto, a punto de despeñarse entre el tiempo y los riscos, a lomos de un hipogrifo que me sabía yo escondido de incrédulos moros y de bárbaros cristianos —no me preguntéis ni cómo ni por qué— en los entresijos de Baltibañas. Pues eso, cazaba yo «musas-arañas» ayudado por la agilidad de su vuelo, salida de las páginas de un bestiario, cuando vino a descalabrarme de mi tontuna la voz insistente de mi madre:

Juan, vete rápido a la sacristía, que ha venido Juanita, la hermana del cura, diciendo que les falta un monaguillo, y están a punto de dar el último sino.

—Pero si a mí no me tocaba ayudar esta semana… que le tocaba al Manolo…

—Pues eso, que dice Juanita que se ha puesto malo; que si puedes ir tú, porque está don Martín que se sube por las paredes… ¿No ves que hoy es la misa de las «Confirmaciones» y viene el obispo a darla?...

—¡Lo que me faltaba!, ¡encima con el sordo!… me acabas de crucificar.

—¡Ea!, ¡qué le vas a hacer, si eres el que le pilla más cerca! Ya te lo pagará Dios de alguna manera.

—Pues de estas ya me debe unas cuantas. Espero que lo tenga bien apuntado en su libreta… No me pongas esa cara… Dios no; don Martín es el que lo tiene que apuntar, que luego se le olvida y me faltan puntos para ir a la excursión… y más este año, que toca ir a Salobreña, a ver el mar.

Aquí —sotana blanca— mi amigo Luis Alberto Alcalá Martos, con quien tanto discuto, pero de broma.


            Bajé de «Babia» como buenamente pude, pues las voces de mi madre terminaron por ahuyentar a la bestia alada, cuando, a ojo de grifo, ya se avistaban los cuatro puertos; donde el silbido del viento, arreciando medroso entre bosques soberbios y tenebrosos como las maldiciones milenarias que los preceden, se pierde camino de los Picos de Europa.

Entré por la puerta que da a la casa del cura, bajando después por las escaleras que llevan a la sacristía, con tan poco tiento y tan mal tino, que casi me descoyunto el hombro contra el arcón a cuya vera casaban antaño a los «arrejuntaos». Gracias al altísimo —¡qué menos podía hacer si estaba en sus dominios! —, pero la incipiente barriga de don Antonio, el sacristán, terminó amortiguando la hostia, ya que, en ese preciso instante, estaba preparando una buena remesa de las otras hostias, las de consagrar. Todo habría de estar preparado, pues se esperaba una buena entrada para la homilía de monseñor Peinado.

            Allí —esperándome como agua de mayo, aunque estábamos en marzo— encontré a don Martín, colorado como un pavo, debido al sofoco que le había producido la noticia del desertor acólito; a don Miguel el obispo, admirado y algo molesto, como cada vez que venía a Bélmez y se topaba con la imponencia del Cristo de los Alijares, mientras le repetía su contrariedad al párroco titular de Nuestra Señora de la Paz, porque aquella sacrificada figura no estuviera presidiendo ya el altar mayor, donde iba a  prestar seguro un mejor servicio a la feligresía de la Moraleda. Pero la persona más importante, el sujeto de más interés —por lo menos para mí— que me aguardaba en aquella sacristía, era mi amigo Luis Alberto, junto a quien iba a asistir a los dos ministros de la Iglesia en el auxilio eucarístico.

            Cuando lo vi, no me quedó otra que revolverme en mi sueño —si estaba dormido, pues la duda al respecto me lleva zumbando en las sienes desde la noche pasada como zurreón inasequible al desaliento—. Se supone que mi delirio está fechado más de cuarenta años atrás, si tenemos en cuenta que, casi la mitad de quienes lo habitan, hace tiempo que ya no pertenecen al reino de los vivos, sino al de los traspuestos o transferidos a esos otros dominios de los que se alimentan tanto la fe como los sueños. Pero ahí que estaba él, en cuerpo y ánima: el mismísimo Luis Alberto, de Alcalá por parte paterna y de Martos por procedencia y mor de quien lo amamantó; impenitente escribidor de cartas preñadas de letras grandes y orondas, tanto como su bien intencionado corazón; a quien, por otra parte, el guion del destino no debe plantármelo por delante hasta el año de nuestro Señor de dos mil diecisiete, durante la Feria del Libro que por mayo se ¿celebraba? en la villa y corte de Madrid.

            Comprada la treta a Morfeo, no antes de darme un par de vueltas o tres a mí mismo y a mis contradicciones, me sumergí de nuevo en mis extrañas peripecias soporíferas. De pronto, ya estábamos en misa. Por fortuna contaba con la bien contrastada maestría «monagal» de Luis Alberto, pues yo no recordaba ya ni el mecanismo de las vinagreras.

 —Juan Cano, que no te enteras… y coge tú la patena, mientras yo voy a por el cáliz… pero dónde vas con el incensario… Juan Cano, así no me junto yo contigo otra vez… que no te sabes la misa y nos van a regañar…

—¿Y al obispo quién le regaña, Luis Alberto?… Que siempre dice el mismo sermón… que estoy ya de las ovejas alpujarreñas hasta más arriba de la corona de Nuestro Señor de la Vida, amén…

 —¡Ay, la cosa que has dicho Juan Cano!… Al infierno vas a ir, que ni a Dios ni a la Virgen de Cuadros se nombra en vano… Ya no me junto yo así más contigo.

—Luis Alberto, que no pasa ná… que por tan poca cosa no creo yo que me vaya a castigar el Señor. Como si no tuviera asuntos más urgentes e importantes que arreglar… Seguro que ahora está tó enfangao con lo del coronavirus, hombre… Además, si tú sabes muy bien que siempre hablo de broma. Pero que lo del pastor de ovejas y el pastor de hombres lo dice don Miguel todos los años. Y se está poniendo tan visto que, cuando vuelva a Bélmez, la gente no va a venir a misa…

—La gente de tu pueblo que haga lo que quiera, que aquí estamos los de Bedmar para llenar la iglesia…

—¡Ala!, ¡qué exagerao!… a ver si te mando a cantar con el cura de tu pueblo, que ibais a estar los dos muy bonicos con vuestras sotanas y los megáfonos, cantando a la hora de lo de las palmas… gloria a ti, oh, Virgen de Cuaadros…

—¡Te quieres callar, Juan Cano!... me está dando vergüenza tuya…

—…que en Bedmar se levanta su troono de amooor…

—Cuando salgamos de misa ya no me junto más, Juan Cano.

—…escucha el clamoorrrr… del pueblo que te aaama… y te invoca con gran fervooorrrr…

Monseñor Miguel Peinado Peinado.


            Por fortuna para mi amigo Luis Alberto, aquí me desperté, aunque me hubiera encantado revivir de nuevo el momento en que el obispo Miguel, aquel prelado de los tiempos del papa Pablo VI, procedía a confirmar a los jóvenes de mi pueblo.

—Nombre— decía don Miguel, el obispo pastor.

Pedro— profería en voz alta el padrino, sabedor de la sordera que gastaba el mitrado. Entonces este, posaba su mano izquierda en el hombro derecho del muchacho. A su vez, dibujando con la diestra una cruz en su frente, se le oía decir:

Ernesto, yo te confirmo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén…





            Y yo mirando a don Martín, y don Martín a Luis Alberto, y los tres sin poder parar de reír.

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