El cuento de la meritocracia —Artículo para Ideal Sierra Mágina, octubre de 2021—

 También a mí, como cantaba Paco Ibáñez en los albores de la democracia, me lo decía mi abuelito y, una y otra vez, me lo machacaba mi papá; que trabajara, que no pensara que sin dinero iba a vivir —«¡te crees que el dinero lo echan por la chimenea!», enfatizaba mi madre mientras zarandeaba mi cuerpecillo incauto hasta lo más profundo de mis ingenuas entendederas—. Solo ahorrando y con mucho esfuerzo me abriría paso; y, entonces, la vida me terminaría alzando sobre los pobres y mezquinos que no han sabido descollar.  


Esa fue la consigna que nos llevamos cosida al envés de nuestras camisetas térmicas; ese fue el mantra que nos alejó de Mágina una madrugada en aquel destartalado y ruidoso autobús cuyo antediluviano y taquicárdico motor repetía una y otra vez: esfuerzo, trabajo, ahorro… esfuerzo, trabajo, ahorro…  


 A Paco Ibáñez, un señor de la generación de nuestros padres, esas premisas que entonces creímos a pie juntillas le entraban por un oído y le salían por otro. Pero nosotros, como buenos y bien mandaos hijos de la madre que nos parió, hicimos propias las metas, los sueños y, con todo ello, las frustraciones y los miedos de nuestros progenitores por convertirnos en sanitarios, ingenieros, abogados… Algunos, hasta tuvieron la suerte de aunar en sus estudios tanto las expectativas familiares como la vocación personal; pero, en cambio, la mayoría se vio empujada por la más inútil de las obediencias debidas a trabajar en algo que, por supuesto, llenaba su nevera y pagaba su hipoteca, pero dejaba su vida sin sentido.  


Por un tiempo, nos creímos el cuento de la meritocracia: ese en el que una animosa y esforzada persona hecha a sí misma va trepando por la escala social con el solo empuje de su trabajo y valía. Por décadas, incluso, envidiamos a los pocos que terminaban llegando a la cima. Mientras, los demás, los que nos quedábamos en el camino —y tener un apartamento en la playa es la repera, pero no es llegar a la cima—, nos sentíamos unos fracasados: los estafadores de quienes antes se habían sacrificado porque «tuviéramos una salida». Para entonces, además, le habíamos inoculado a nuestros hijos la misma filosofía de pacotilla. Y si nos empezaban a faltar los argumentos, cogíamos nuestra idealizada educación pública, nos la empotrábamos al cuerpo como si fuera una armadura y continuábamos ufanos nuestro camino por la senda de la desdicha.  





Ana Iris Simón, periodista y escritora, podía ser perfectamente uno de esos hijos nuestros que se sintieron engañados. Nacida a principios de los noventa en un pueblo de la vecina provincia de Ciudad Real, estudió en escuelas y en universidades públicas a la par que doblaba camisetas en un Desigual de la capital de España para mayor orgullo de sus padres hechos a sí mismos. Pero un día, después de haber pasado por diversos medios —entre ellos TVE—, decidió dejar Madrid y marcharse a una ciudad de provincias; en parte, porque le daba envidia la vida que tenían sus padres a su edad, aunque ella no se comprara la Thermomix ni se pudiera meter en una hipoteca, debido, sobre todo, a su insuficiente sueldo de mileurista. Dice Ana Iris en su novela «Feria» —editorial Círculo de Tiza, año 2020— que, con su edad, sus progenitores tenían una cría de siete años y un adosado, mientras su generación se ha quedado mirando embobada a la luna; creyéndose lo del «ascensor social», «lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible». 


No comparto todas las ideas vertidas en el libro por la joven novelista manchega. Algunas de sus reflexiones son en realidad una apreciación sobre la sociedad actual con la que no tiene por qué estar necesariamente de acuerdo. Pero sí que, como hijo igualmente de la España vacía, comparto otras muchas de sus conclusiones. Por ejemplo: el progreso trajo consigo, además de rotondas, chalés adosados y supermercados que ya no olían a animal muerto, un nuevo baremo sobre la crueldad que nuestros ojos de indolentes pueblerinos se hubieran pasado por el arco del triunfo. Nunca olvidaré la cara de estupefacción, y hasta de pánico, que se le puso a un amigo de la ciudad durante un fin de semana en Bélmez, cuando se dio de bruces con un cerdo abierto en canal y a punto de ser destazado para la matanza; y nosotros, los del pueblo, sin entender a qué venían todos aquellos aspavientos. 


Por desgracia, un regreso a la tradición, a nuestros orígenes, a nuestros pueblos —como venía a postular Juan del Moral Lirio el mes pasado en estas mismas páginas— solo se lo pueden permitir —según los nuevos e inciertos mecanismos que empiezan a vislumbrarse con la pandemia— profesionales liberales, como Ana Iris; privilegiados cuyas tareas puedan ser desarrolladas a través del teletrabajo. Bueno, tenemos eso o el emprendimiento puro y duro; porque, de momento, la incentivación pública que alumbre el camino de regreso a los pueblos apenas si luce o simplemente no existe. 





Parafraseando a Sergio del Molino, yo no escribo ni opino de mi Mágina natal para recibir aplausos de la intelligentsia local, pero tampoco para ofenderla. Prefiero moverme en esta relación amor-odio a contaros trolas; como aquel cuento de la meritocracia que un buen día nuestros padres, sin saberlo, nos colaron por toda la escuadra. 

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