«Por el bien de nuestra amistad» —Artículo para Ideal Sierra Mágina, julio 2022—

 No somos de la misma generación, pero podría decirse que nos conocemos de toda la vida. Tú formabas parte de la pandilla de mi hermano pequeño. Erais entonces un grupo variopinto de chavales a los que no resultaba muy difícil localizar: solo había que buscar entre aquella maraña de adolescentes a los de la camiseta negra y sin mangas de los Héroes; la de la ese enredada como una serpiente en el tronco de la hache. Luego vinieron otras afinidades, otros grupos, pero nunca más disfrutasteis de aquella unánime hermandad, aunque a ti te siguió llamando la camaradería con sus liturgias, sus símbolos, sus uniformes, sus normas… 

 

Durante todos estos años, cada vez que nos encontramos, mantuvimos una relación muy cordial. Es más, con la llegada de las redes sociales, llegamos a conversar casi a diario, hasta que una opinión mía acerca de los límites de la libertad de expresión que para nada compartías te llevó a la determinación de bloquearme. Eso sí, antes de hacerlo, me dijiste que lo hacías «por el bien de nuestra amistad».   


Así es cómo poco a poco, encuentro tras encuentro, surgió el desencuentro, para que tú y yo hayamos pasado a ser dos completos desconocidos. O, al menos, yo ya no te reconozco ni en lo que dices ni en cómo lo dices. Sin embargo, veo en tu expresión de «esto ya me lo sé yo» que tú sí crees conocerme y reconocerme en todo lo que hago; en todo lo que soy. Eso sí, la cordialidad ha estado siempre por encima de todo, a pesar de que, tal vez por impertinencia o por simple franqueza, la última vez que estuvimos cara a cara te aventuraste a decir que eras consciente de que no me gustabas. No te contesté entonces, y preferí seguir hablando de la música que nos une; «por el bien de nuestra amistad», que dirías tú. Pero esa amistad o cordialidad, que digo yo, está en verdad herida de muerte. 





Como a Julio Villán, personaje de mi última novela («El reino de las hormigas», editorial Sial Pigmalión), a mí nunca me han movido consignas estilo Sunset Boulevard, pero admiro a la gente que tiene un par de ellas rotuladas en su cabeza presidiendo todos y cada uno de sus propósitos. Me lo imagino como una voz interior: la voz de Paulo Coelho repitiéndose en un bucle; o la de Raimón Samsó mientras te entrena, te empaqueta y te termina vendiendo las claves para ganar cantidades ingentes de dinero. A propósito de Samsó, me voy a parar en una de sus ideas: aquella de que todos —también tú y, por supuesto, yo— somos «adictos a tener razón», aunque ello nos haga cautivos de nuestras propias opiniones, urdiéndose una trampa perfecta que con su maraña nos impida escuchar y empatizar con los demás; claves según Samsó para crecer y estar en paz.    


Volviendo a lo nuestro, creo que a ambos nos dominan nuestras respectivas creencias, hasta el punto de que estamos convencidos de que todo el mundo debería pensar como nosotros. Sin embargo, somos una prueba fehaciente de que incluso existen opiniones y creencias completamente antagónicas, como ocurre con las nuestras. Pero aquella última vez que notaste cierta hostilidad o, al menos, cierta actitud defensiva mía respecto a tu persona, fui consciente de que ya habías pasado de pantalla. Vi en tu cara la liberación del desapego de las propias ideas. Era como si para hablar conmigo, para entenderme, hubieras tomado distancia, no solo de mis creencias, sino de las tuyas propias. Ya no eras aquel tipo que hace unos años me bloqueó en las redes por no pensar como él. Habías evolucionado, no sé si «por el bien de nuestra amistad» o por el de tu propia paz mental, hacia un estadio superior en el que, al escucharme, al leerme, o simplemente verme, ya no se te genere un cierto disgusto; ni tan siquiera la tentación de reaccionar con tu habitual sarcasmo.  


Ahora soy yo quien debe tomar esa herramienta tan poco utilizada —pero tan productiva para la humanidad— que es la asertividad, y ponerme a tu altura. Soy yo quien debe aprender a escucharte a ti y a los demás que piensan tan diferente a mí. De hecho, gracias a esta columna de opinión, hace tiempo que acepté que no entiendo a todo el mundo, como tampoco todos tienen por qué entenderme a mí; que es más sencillo entender al distinto —que no contrario— a través de sus vivencias, de su razón de vida, aunque sus ideas sigan atravesándosenos como una puñalada trapera en el mismo centro de nuestras entendederas. Ya lo decía quien fuera secretario de Estado bajo el mandato de Kennedy, Dean Rusk: «una de las mejores maneras de persuadir a los demás es escuchándolos». Y es que, regresando a mi última novela —también he venido a hablar de mi libro, que diría un Paco Umbral más asertivo y menos vehemente que el que en vida fue—, y como cantaría el mismísimo Bob Dylan, todo cabe en este infierno que es la tierra, mientras vas conduciendo por la inmunda ruta 61 de esta fallida humanidad.    

  

       

Comentarios

  1. Sabía reflexión no todo el mundo puede pensar igual pero un respeto a los ideales y pensamientos si que debería de existir

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