Este año sí —artículo para Ideal Sierra Mágina, septiembre de 2022—

    Por fin lo has hecho. Sí, al final te decidiste. Y no has de fustigarte porque haya tenido que ocurrir una larga noche de dos años sin luces estridentes ni guirnaldas de colores para cumplir aquella vieja promesa que le hiciste a ese niño que aún espejea en tus ojos; a ese niño que se despierta una y otra vez en el mismo mal sueño. Dentro de la misma pesadilla, de la misma mala peli de terror en la que, amaneciendo el último día de las fiestas, tienes la impresión de no haberte enterado de nada, y todo hubiera ocurrido pese a ti; como si no hubieras estado allí; y, sin embargo, mientras miras cómo se van alejando las luces del ferial, ya sientes la nostalgia de lo que aún no acaba por irse del todo.  


Durante años, te has negado a terminar por acostumbrarte a ese desenlace tan previsible. Y, aunque cada mañana te despertabas con el firme propósito de rebuscar entre las todavía palpables y tibias inquietudes nocturnas alguna luz que llevarte a la boca, llegabas de nuevo a la noche empujado por la misma rutina —esa en la que la desidia se hace costumbre— sin tomar una determinación.  


Lo llevabas pensando algún tiempo: «este año lo haré, sí. Arrancaré de mis ojos esta mirada miope y viciada, llena de resentimientos, y colocaré en su lugar dos ojos de niño como dos estrellas recién descubiertas, como dos luces cándidas y sin mácula alguna en el refulgir de su asombro. Entonces, me veré portador de unos ojos glotones a los que nada se les escapará, ahí, casi a ras de suelo, a la altura de donde ocurre la vida de verdad. Esa vida subterránea y secreta que va dejando escapar sus regalos, sus detalles, sin que los adultos nos percatemos de ello. Sí, tendré esa mirada que sube para después bajar y volver a subir en una noria cambiante de sensaciones que me tiemblen en la boca del estómago, emocionado y a un tris de vomitar». 


Ya no hay vuelta de hoja. Así que, para estas pasadas fiestas de agosto de nuestros pueblos de Sierra Mágina, te has pedido estrenar esa mirada azul: la mirada del inocente. Y no te ha importado lo que ponía en la etiqueta, con tal de haber logrado al fin ser un niño o una niña, de entre unos 5 y 10 años aproximadamente; de este siglo, del pasado o hasta del más allá. Porque, lo que cuenta, es ese brillo donde han titilado las luces de colores, mientras el pulso de la brisa de las últimas tardes de agosto oscilaba nervioso en banderines y festones.    

   




Este año de resurrección, has rescatado la mirada del niño al que le bailaban las pupilas al son de una diana floreada y que, avisado por el silbido de la pólvora, apretaba los ojos como si así lograra amortiguar el miedo al inminente estruendo del cohete. El niño que te recuerda a aquel otro que castigaron una víspera de fiestas de mil novecientos y poco por irse hasta la estación de Cabra a esperar al cohetero. El niño avispado y vigilante que nunca se fio de aquel trilero que mareaba garbanzos entre unos cubiletes. El niño sin una perra chica al que le bastaba con el bullir de los días de feria y un bolsillo rebosante de ingenio, para que, de un momento a otro, los ojos se le hicieran chiribitas y, sin más, le bailaran las abarcas. 


 
No ha pasado de este año, y te has puesto la mirada del niño que un buen día se marchó lejos del pueblo. El que cada verano regresaba con la impaciencia rebosándole por los párpados. Aquel a quien la inquietud le invadía sus ojos grandes, enormes, exageradamente abiertos; que no querían perderse nada, porque sabía que, hasta el próximo agosto, aún quedaba mucho invierno de por medio. Todo un año por rebosar, contaminado de costumbres ajenas que digerir en un cuarto compartido, con las paredes desnudas donde colgar estos momentos únicos e irrepetibles cuando la celebración hace tabla rasa y todos —hijos de emigrantes o de próceres del lugar— se igualan en la alegría: ese don humano que no entiende de posición social ni de porteros apostados en la puerta de una verbena vallada. 


 

Tampoco has dejado sin probar la mirada del niño callado, tímido y oscuro, casi inadvertido, que observaba desde un rincón de la plaza el montaje del carrusel, de las cadenas o de la tómbola. El mismo que acudía cada tarde puntual al ensayo de los «Moros y Cristianos» y que soñaba algún día con decir aquello de «¡Ay de mí, perdí mi trono, y perdí mi libertad!». El que año tras año, ingenuo, esperaba aquella «suelta de globos y de fantoches» que siempre se anunciaba y nunca sucedía.  Aquel que terminó colándose en la verbena cuando se armó el barullo porque Lolita suspendió su actuación, o que vio como Mariano se marcaba un dueto con la joven Pantoja del «Garlochí», uno de aquellos años de mises con vaqueros y moños improvisados. Porque, definitivamente, te los has pedido para estas fiestas de Mágina: unos ojos de niño, unos ojos de niña sin tara, sin prisa, a los que les queda tanto por ver; tanto por conocer... 





 

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