Cinema Paradiso —artículo para Ideal Sierra Mágina, octubre de 2022—

 Todo ocurrió antes de que aquella especie de vargueño presidiera todas las casas de nuestros pueblos. Lo de vargueño lo digo por la estructura de madera rectangular, casi cuadrada, con un par de ruedas de plástico semejantes a los mandos de una lavadora incrustadas en su parte derecha. Antes de que el centro de la carcasa de aquel artilugio iluminara nuestros salones como si se tratara de la bola de cristal de una adivina o de una «bola tesla». Antes de que los antiguos repetidores de televisión lograran sortear las dificultades orográficas para traer la segunda cadena y La clave de Balbín o el Musical express de Ángel Casas a estos valles escondidos de la Sierra Mágina. Y muchísimo antes del color, de los videoclubes y del vídeo comunitario. Antes de todo eso, fue «nuestro Cinema Paradiso». 


Habíamos cumplido por entonces la edad del asombro, y aunque solo podíamos ver las películas que sobrevivían a la censura de la Iglesia —semanalmente, el cura publicaba en el tablón de anuncios de la parroquia la clasificación de los estrenos—, aquellas sesiones de cine de verano y pipas han quedado para siempre en mi memoria. Las correrías automovilísticas de Gracita Morales en Sor Citroen, el «catetismo» exagerado de Paco Martínez Soria en Abuelo Made in Spain, la historia del maletilla Palomo Linares en Nuevo en esta plaza… y los reportajes del NO-DO (Noticiarios y Documentales) que se emitían antes de cada película para que los españolitos no nos perdiéramos las inauguraciones de Franco, los partidos del Real Madrid o las peripecias de Lola Flores. 




Pasados algunos años, en mi pueblo dejó de haber cine al aire libre, aunque continuaron proyectándose largometrajes a cinco duros la entrada en el salón de actos de la cooperativa de aceites. Aún recuerdo el día del estreno de una pintoresca versión de Ivanhoe en la que tuvieron que encender la luz en mitad de la sesión por la algarabía que se formó: durante un refrescante baño de unos interminables cinco segundos, el famoso cruzado mostraba a la cámara su níveo culo. A este filme le acompañaron otros muchos de escasa calidad y presupuesto en los que no se dejaba de dar patadas a la historia de Roma, alternados con aquellas películas japonesas de «serie Z» donde conocimos a Godzilla y al Superman japonés. 

Seguro que la cartelera de la memoria de cada uno guarda un ranking diferente de títulos. Y con toda probabilidad disertaríamos durante horas sobre el actor o la actriz de nuestras entretelas. Pero de lo que no cabe la menor duda, es de que todos sin excepción proyectamos nuestros secretos sueños e inconfesables anhelos en la superficie encalada e irregular de la pantalla de uno de aquellos humildes cines de nuestros primeros veranos. Porque, y regresando a la obra de Giuseppe Tornatore que da título a este artículo, todos éramos como Totó, y abríamos los ojos exageradamente ante lo que el paso vertiginoso del celuloide atravesado por un intenso haz de luz nos ofrecía: luchas épicas, amores apasionados y finales felices. Algunos éramos incluso más traviesos que él, pero igual de ingenuos, mientras nos creíamos poseedores de un futuro de película rodado en Technicolor.  


Justo en el tiempo en que las salas de cine empezaron a desaparecer de todos los pueblos, la voz de Alfredo, el viejo y ciego proyeccionista del Cinema Paradiso, resonó en nuestras indecisas y jóvenes conciencias como un oráculo: «La vida no es como la has visto en el cine, la vida es más difícil. ¡Márchate! (…) Eres joven, el mundo es tuyo. Yo ya soy viejo, no quiero oírte más, solo quiero oír hablar de ti.» Y como Totó, así lo hicimos muchos; tal vez demasiados. A unos nos fue mejor, a otros peor, mientras que los que permanecieron en Mágina comprobaron que, por lo general, aquí eras como un esclavo, como un burro. Siempre trabajando, incluso en las fiestas, en la Pascua, en Navidad. Solo tenías libre al año el Viernes Santo y poco más. Aunque, si a Jesucristo no lo hubieran crucificado, ten por seguro que también se trabajaría en Viernes Santo.  

Han pasado los años y, muchos de esos Totós cansados y encanecidos, triunfadores o no, hemos regresado al pueblo en infinidad de ocasiones. Unas veces de boda, otras de entierro, pero siempre con la esperanza puesta en encontrar esa vieja película de «super 8» que nos devuelva aquella primera mirada que cruzamos con nuestra particular Elena; aquel trallazo en el corazón que nos dio el primer beso; aquel asombro primigenio que nos abrió los ojos hasta la hipérbole. Pero, para nuestra desgracia, solo hemos encontrado la ruina de lo que algún día fue esplendor y juventud; los escombros de un pasado irrecuperable. 


Como en la película ganadora del Oscar a mejor película extranjera en el año 1988, y gracias a la intuición de su productor Franco Cristaldi, quien recortó cincuenta y dos minutos del metraje original para hacerla «más comercial», deberíamos dejar las cosas tal y como quedaron en aquella primera y original versión de nosotros mismos. Por mucho que la nostalgia se empeñe, segundas partes o añadidos distorsionados por el tiempo y la memoria no van a cambiar la historia. Aunque, como Aute, sigamos pensando «que toda la vida es cine y los sueños cine son». 




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