Canción de muertos: artículo de Ideal Sierra Mágina, noviembre de 2022

     Algún día contaré mi experiencia en la Bienal de Parapsicología y Misterio de Bélmez de la Moraleda del año pasado. Me refiero a la celebrada con motivo del «cincuenta aniversario de las caras». Solo adelantaré que no fue precisamente agradable, aunque sí ilustrativa de lo que han supuesto estos cincuenta años para Bélmez de la Moraleda. De hecho, tuvo la suficiente sustancia como para plantearme escribir una segunda parte de Los niños de las caras que se habría titulado El agravio continúa 

Reconozco la perversidad cometida contándoos esto para dejaros después en vilo, pero este mal recuerdo de quienes se han autoerigido, no solo como próceres de la parapsicología actual y del periodismo del misterio, sino además como verdaderos y casi únicos garantes del «caso Bélmez» —y eso sin contar al gran ausente del evento y principal beneficiario de todo este asunto durante los últimos lustros—, me ha puesto delante de una evidencia histórica que, a raíz de las investigaciones a las que la aparición dio origen, me ha hecho reflexionar. Me refiero al hallazgo de huesos humanos durante las excavaciones realizadas en la casa de la familia Pereira Gómez. 


El hecho en sí no tiene una conexión con lo ilegal o lo paranormal, pero nos lleva a comprobar que hasta el año 1805 no entró en vigor en Bélmez de la Moraleda la Ley de 1787 —más vale tarde que nunca— que obligaba en España a construir los cementerios distantes del casco urbano. Desde nuestros ancestros musulmanes, los enterramientos en este pequeño pedazo de Sierra Mágina se habían venido haciendo junto a lo que había sido una mezquita, hasta que los cristianos la transformaron en iglesia entre mitades del siglo XV y principios del XVI.   Allí, ya entrados en el XIX, los restos de nuestros antepasados permanecían sepultos durante siete años en un humilde cementerio adosado a esta, a no ser que se hubiera pagado el canon correspondiente para su prolongación en el tiempo. Cuando no ocurrí así, estos eran exhumados para terminar en un osario situado en la base del campanario. Luego, al demolerse la iglesia en 1964 para construir la actual, se acomodó la mayor parte —digamos, de la manera que mejor se pudo, se supo o se entendió— en una fosa común, en el cementerio actual, quedando el resto bajo la nueva construcción y las casas colindantes a esta, incluido el domicilio sito en el famoso número 5 de la actual calle María Gómez Cámara. 


El primer cementerio que se construyó fuera del casco urbano se situó en el Haza de Pramoral, propiedad de la parroquia. Más tarde, la desamortización de Mendizábal —que en España desposeyó a la Iglesia de la inmensa mayoría de sus pertenencias, aunque algunas de ellas fueron recuperadas a la chita callando gracias al método de la «inmatriculación» con el que el gobierno de Rajoy hizo, una vez más, el Rajoy— este pasaría a depender del consistorio, que lo trasladaría a su ubicación actual en el camino de la pedanía de Belmez 

Y ahí me encontraba yo, en disquisiciones históricas acerca de los restos de mis antepasados, cuando se me ha cruzado la imagen de un revoltijo de huesos de moros con cristianos y de pobres con principales. Es más, esa visión de las calaveras y los esqueletos de todos contra todos es la representación gráfica de hasta qué punto la muerte hace tabla rasa. Como dice una sabia canción de muertos mexicana, todos estamos en su lista: tanto el indeseable usurero, abusivo, carero que chupa como garrapata; como el obrero, el chupado que a duras penas gana el pan con el sudor de su frente.  






La balanza de la vida está, no solo desnivelada, sino además trucada: hay unos pocos que ganan mucho, y muchos que ganan nada. Hasta que llega «la calaca» —la «muerte pelá» que decíamos de niños en Mágina— y a todos nos iguala. Porque los esqueletos, en su vacía desnudez, son todos casi idénticos: no tienen vísceras, no tienen corazón. Tampoco bolsillos donde llevarse los dineros al otro barrio. Así que, si te mueres mañana, procura no haberte quedado con ganas de nada.  


Tenemos metida en el cuerpo la vocación del esqueleto, que no es otra que la de continuar con nuestra danza: bailando la canción de muertos que es en sí la vida. Ese baile del espantapájaros al cual nos abandonamos, y cuya intención no es otra que la de seguir hurtándole la vida a unos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con nosotros, mientras evolucionan en altos círculos durante un último atardecer —como dice Juan Benet—, cuando a lo lejos contemplamos, quizás, ese lugar llamado «Región», o ese macizo de Mágina; esa sierra «color de elefante».   


Para ese preciso instante en que la noche nos alcance, tanto a quienes estemos prevenidos como a los que nos coja a contramano, la justicia debiera haber hecho ya acto de presencia, pues, ejercida esta cuando no corresponde, se cae en una contradicción y, por lo tanto, en una injusticia. Bueno, salvo que creamos en ese Dios redentor, cobrándonos cual mafioso una deuda que ha de generar un gran rechinar de dientes entre las filas de los injustos. Eso sí, estemos entre los creyentes o no, procuremos mientras tanto tener salud y, por nuestros muertos, disfrutar del más preciado de los bienes terrenales: la vida. 




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