En tanto que de rosa y azucena —Artículo para Ideal Sierra Mágina, mayo de 2023—

La vida, efímera como la belleza y tan cierta como la muerte (su contraria en estas lides), es lo que nos ocurre mientras pretendemos ser otros que no somos ni falta que nos hace —¡chúpate la frasecita, John Lennon!—. Para nuestra desgracia, nada podemos hacer por trastocar, dilatar, moldear el tiempo (su unidad de medida), pero sí que somos los exclusivos propietarios de un carné de manipulador de las condiciones del mundo: el escenario donde ese escaso tiempo de nuestra existencia transcurre. ¡Porque la vida mata!, ¡y anda que no estamos avisados de ello! Lo malo es que nadie se lee el prospecto; y, quien lo hace, luego lo olvida, sufriendo una extraña e interesada amnesia. A fin de cuentas, ¿qué valor tendría la vida si la continua amenaza de la muerte no le hiciera ir ganando enteros a cada momento transcurrido? 


Es absurdo lamentarse de la mala suerte, de las oportunidades perdidas, siempre que nos quede un instante, un hálito que haga cambiar las cosas. Que ello ocurra, depende de la apuesta que hagamos; de que vayamos sin miedo en un todo o nada. ¿Qué hacer si te has pasado de frenada?: a) pedir perdón. b) volver atrás y rectificar. c) esperar con paciencia supina a que todo vuelva a su ser. d) las tres son correctas… 


Nadie va a venir a resolver nuestras dudas, como tampoco nadie va a vivir por nosotros. Por eso mismo que habrá que dejarse de remilgos, y lanzarse al vacío a disfrutar de esa sensación de vértigo: creernos que en verdad estamos volando y que, si nos la pegamos, a pesar de todos los analistas y agoreros que saldrán a evaluar los daños y perjuicios ocasionados, deberemos superar esa momentánea sensación de fracaso, mientras, de inmediato, nos acogemos al método heurístico de ensayo y error; pura coherencia de esos supervivientes natos que, seguro, llevamos dentro. 


Y mira que nos fastidiaba el que nos machacaran en Literatura con aquel soneto XXIII de Garcilaso; aquel cuyo principio se nos quedó enganchado para siempre en nuestro disco duro: En tanto que de rosa y azucena/ se muestra la color en vuestro gesto… Aquel cuyo academicismo nos aburría y despreciábamos desde la arrogante cúspide de una juventud que creíamos eterna. Aborrecíamos su clasicismo tópico: el manido carpe diem de Horacio, el machacón collige, virgo, rosas de Ausonio, la repetida descriptio pullae petrarquista… Porque entonces nos creíamos como los superhéroes de nuestros cómics: infinitamente bellos; indefinidamente vivos. Así que tuvo que venir Garcilaso, no sé si héroe o villano, pero blandiendo una espada de verdad y no un arma ilusa —dibujada sobre el papel—, para recordarnos la humana fugacidad y la perentoria obligación de hacer uso de nuestra mismidad. 







Claro que, en el loable propósito de autorrealizarse antes de que las ilusiones se oxiden, de exprimir nuestro momento urgidos por su ignota, pero inminente, fecha de caducidad, hay dos maneras totalmente distintas de proceder, según sean o no tenidos en cuenta los intereses de los demás en la consecución individual de objetivos, sueños, vivencias… En definitiva, dos concepciones en el enfrentamiento de la vida propia, cuyas consecuencias influirán de un modo ineludible en el conjunto de la sociedad; o lo que es lo mismo: según tengamos o no en cuenta que el tiempo y el espacio en los que transcurrimos no nos pertenecen en exclusiva, sino que otros habrán de venir después —por aquello del «ciclo de la vida» que los más jóvenes no aprendieron de Garcilaso ni de Luis de Góngora, mucho menos de Petrarca, sino a la vez que tarareaban el «Hakuna matata» del Rey león— a desarrollar su proyecto en este mismo escenario llamado Tierra. 


Es en esta genuina manifestación de libertad que poseemos como individuos donde se nos terminará viendo el cartón: la pasta de la que se alimentan nuestros sueños y que vertebra nuestros intereses. Unos, generalmente aquellos que opten por no ponerse límites y aspiren hasta allá donde el tiempo y la ambición les alcancen, se alinearán en la fila de los resultadistas, los cortoplacistas, los «caiga quien caiga» y los «cueste lo que cueste». Estos, firmes y decididos siempre, no dudarán en escarbar hasta el mismo centro de la Tierra si es preciso, para arrancarle la energía que los lleve hasta la cima, construyendo los pozos que sacien su egoísmo, mientras desoyen las consecuencias catastróficas que su proceder ocasionará en un futuro no tan lejano. Otros, con toda probabilidad los menos, aunque solo sea por aquello de haber escogido un camino, no solo sin atajos, sino pedregoso y más escarpado, se alinearán en la fila de los posibilistas, empeñados siempre en impregnar todos sus actos del influjo de la propia naturaleza, para devolverle a esta, a la sociedad y al mundo una versión personal mejorada y acorde con el entorno. Estos, firmes a pesar de las dudas que los asalten, provocadas en su mayoría por esa otra concepción egocéntrica e insolidaria, se empecinarán, tal vez inútilmente, en la armonía y en la convivencia social y geográfica. 


Cogeremos pues, en nuestra alegre primavera, el fruto inmediato y particular, o el largamente madurado y colectivo. Así, dependiendo de cuál sea nuestra. opción, la acción. del viento marchitará la rosa antes o después, por no hacer mudanza en su costumbre, como diría Garcilaso. 



 

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