El loco del pueblo —Cuento de verano para Ideal Sierra Mágina, agosto de 2023—

Había muerto el Mandulo, loco oficial de Neblín, como antes lo había sido su madre, la loca Mandula. Resulta, que el título de loco del pueblo hay que ganárselo por votación popular —ocurrió con ella y su hijo— o por concurso-oposición, como pretendía ahora el ayuntamiento. Era urgente nombrarlo, si no, ¿quién se iba a ocupar de vigilar las formas de las nubes?… ¿quién comprobaría que estuvieran puestas las calles, con las esquinas y farolas, todo en su sitio?… ¿quién iba a vigilar esos detalles que solo un loco de pueblo bien diagnosticado y elegido con la pompa y oficialidad que el cargo merece es capaz de realizar?… 


Había que encontrar un sustituto que garantizase lo cotidiano y se ocupara de las insignificancias; esos detalles que pasan desapercibidos a no ser que dejen de ocurrir. Por eso, el alcalde mandó publicar un bando.  


—Que se abstengan quienes hubieran intervenido en anteriores pujas —apuntó el secretario—. Así agilizaremos la subasta —. Luego, consignó su dotación en el capítulo de extravagancias y disparates varios. 


Yo, Miguelillo Tormenta, relincho y doy saltos como aquel domingo al salir de misa. Pienso que soy la persona adecuada. Solo me falta la indumentaria: una chaqueta remendada y unos pantalones de pana viejos y raídos. Eso y que me anden buscando los loqueros por todo el pueblo para plantarme una camisa de esas con correas, para llevarme al manicomio de los Prados con las luces de la ambulancia encendidas y la sirena haciendo «ninuninu».  


—Miguel, descríbeme el cielo de Mágina en este atardecer—. Y a la par que muevo los brazos, como en la tele el hombre del tiempo, empiezo a hablar: 

—Contamos con cielos a rayas de tigre, que diluirán su azul entre franjas rosadas. Tonos que cortan la respiración mientras el día echa cuentas antes de presentárselas a la noche.  Pero, según previsión del observatorio de Miramundos, mañana amaneceremos de blanco paloma.  

—¿Blanco paloma?… 

—Blanco sucio, roto, cagado por los bordes en la intersección con el Morrón de Solera; ese color del tejemaneje que se traen el sol y las nubes por plantar bandera. Hoy ganó el sol: no había más que abrir los ojos… si es que te dejaba esa claridad de alfileres que clavó su herida en el cielo.   

—Miguelillo, ¿qué te cuentas de las calles? 

—Vivo en la Carrera de la Virgen. Para ganar tiempo, empezaré por ahí. Como me enseñó el Mandulo, a cada trecho me persignaré, rematando luego con un beso a la pared. 


Tomo aire: pienso que todo el mundo ha de tener claro que ahora soy yo quien manda en estos detallicos de locos.  


—Lo haré desde las eras hasta las majaeras, ya sean calles entreveradas de hierba y piedras o luzcan un manto de mortero, y cuando llegue al puente del arroyo, volveré sobre lo hecho hasta la iglesia, para encenderle una vela a San Simeón. 

—¿San Simeón? 

—San Simeón el loco, mi santo protector.  


Repaso mis propósitos, no vaya a asustar a alguien. Nunca sabes cómo va a reaccionar la burocracia ante un visionario, un librepensador metido en faena. No suelen estos funcionarios tomarse a bien lo que no está medido en sus formularios. 


—Dejando a un lado devociones y rezos, ¿por dónde seguirían tus asuntos? 

—Por el mejor camino: el de las golondrinas, raseando picados sobre la fuente.  Cuando el zumbido de su trazo silbe una brisa inaudible en los tejados y en las copas de los árboles que cosquillee las desprevenidas nucas de los que se dicen cuerdos, me reiré como el loco al que aspiro.  





Me callo, adoptando una prudencia impropia de mí. Ya me advirtió el Mandulo que no alardeara de mi destreza más allá de lo que mi puesto de loco oficial me exija. Pilotar sobre terrazas y azoteas no ha de antojárseles a quienes están a ras de suelo cosa fácil: «Miguelillo, filigranas las justas». Oteo desde la lejanía de sus consejos esa infelicidad endémica que planta nidos en las coronillas de todos: desde la del cura, hasta la de ese que todo el pueblo sabe su nombre y que es un furtivo. Atisbo, a pesar de mi tara —siempre desde el disimulo exigible a un locatis mesurado—, el miedo que me tienen. Pero finjo no enterarme un cuarto de la misa; a nadie le gusta que lo señalen con el dedo, y menos a base de fuses y oráticos desvaríos. Hasta un loco prefiere un trasegar fluido en la depresión —república del caos la llamo yo— y su desgobierno errático. Una locura suave, sin sobresaltos, discurriendo uniforme y licuada, sin tropezones que se ataruguen en el gaznate.  


—¿Por qué te llaman Tormenta?… ¿acaso desatas con frecuencia los rayos incendiarios de tu falta? 


Alguien le habrá apuntado al chupatintas esta preguntita. Tras unos momentos, con las ascuas a punto de encenderme un traspié en la lengua, logro mojármela con paciencia. Qué más da que yo sea tormenta o agua de borrajas. Aquí estoy para calzarme la cojera que ha dejado en las cosas pequeñas la muerte del Mandulo: «Fíjate en lo que hago y en qué orden, no vayas a cambiarle el pie a este pueblo». 

—No sé ni cuándo ni por qué me pusieron el Tormenta. Cosas de críos que, como una cicatriz, te tatúan de por vida el recuerdo de un mal tropiezo.  







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