VEINTE MINUTOS, artículo Ideal Sierra Mágina, enero de 2024. Séptimo aniversario.

No os voy a desvelar, ni dónde estoy en este momento, ni cómo estoy escribiendo mi columna. Solo apuntaré que la situación y el ánimo apenas me da para teclear algo mínimamente digno y armado de la coherencia suficiente, ahora que esos dos tertulianos —uno de derechas y otro de izquierdas— probablemente sigan tirándose los trastos y vociferando hasta el infinito, mientras se pisan la argumentación el uno al otro sin hacerse entender, a pesar de que el presunto moderador dio paso a la publicidad hace ya unos instantes. Apenas lo que da para esbozar dos, tres ideas, ahora que Israel ha comenzado, llamémosla, su enésima parada técnica de veinte minutos que, según parece, debe hacerse en estos casos, también en estas cosas de la guerra, caigan o no caigan bombas como chuzos de punta a diario —comer, mear, cagar… que si no fuera por lo que es y por los millares de muertos entre los civiles palestinos que van ya, parecería esto una de aquellas llamadas telefónicas del gran Miguel Gila: «¿está el enemigo?… que se ponga»—. Es apenas una ráfaga, un chispazo que me alcanza para completar un párrafo, ahora que el día parece haberme dado un momentáneo respiro en mis asuntos y preocupaciones que, pizca arriba, pizca abajo, me quitan el sueño y la salud en una parecida proporción a lo que lo hacen contigo, querido lector, los desvelos propios de tu incumbencia. 

 

En esas estamos, cada día una décima más en la polarización, una vuelta más al torno de las palabrasuna que retuerza la frase hasta lo impensable, una porción más de veneno en el discurso y mala baba en la réplica; tensando la cuerda, elevando el nivel de la ignominia en el olvido de tus asuntos, de los del otro y también de los míos, que constituyen el montante de las cosas que nos importan de verdad en la vida.  




Panorámica de Bélmez de la Moraleda, autor Pedro Balboa Gamarra


 

Porque a estas alturas de la película hace ya tiempo que el hombre ha perdido el norte, allí donde debió situarse en algún momento la razón que rigiera todas sus conductas, pero terminó cambiándola por la tiranía de su propia arrogancia. Ha dejado también de bajar hasta el sur, aquel lugar mágico donde le nacía la pasión por la vida, y ahora vaga sin rumbo, farfullando un sinsentido de simplezas y tontadas que a nada conduce. Y en el oriente, donde la humanidad se situaba sustanciosa y presta, sabiendo, primero cuál era su sitio, para después marcarse objetivos y metas, se enzarzó una vez más en disputas de deslindes y fronteras entre los hermanos y los primos. Porque al final, la desgana ha terminado por colmar de silencios y vacíos la brújula de la esperanza, aquella que antaño orientaba decidida su punta de flecha verde hacia occidente, un paso más cada día hacia la promesa de prosperidad que encerraba cada revelación, cada descubrimiento. Eso sí, todo este desazonador sinsentido que nos rodea nos ha terminado por colocar en el mismo centro geográfico del volcán donde ya hace un rato que erupciona el principio del final, ese momento que los creyentes dibujan en profecías y en biblias con un Dios enfadado que escupe piedras de fuego.  

 

Diréis que me estoy pasando tres pueblos, que a mi habitual querencia al pesimismo le estoy añadiendo un tono preapocalíptico bien feo que me convierte en un pájaro de mal agüero: una graja urajeando en lo alto de mi almecino, justo antes de rasear entre los olivos de Sierra Mágina en una fría mañana de enero. Y puede que llevéis toda la razón del mundo, y que yo no sepa hacer otra cosa que anunciar, no ya eso de que España se rompe, como dicen otros por ahí, porque la cosa no va de que nos estemos siempre mirando el ombligo; que es al planeta entero al que están a punto de reventársele las costuras.  

 

A fin de cuentas, ponerse en lo peor te da perspectiva y profundidad de los asuntos; tienes la visión de lo que te vas a encontrar al doblar la curva y, si ese mal augurio se te ha instalado en tu cabeza con la suficiente antelación, puede que eso te haya recompensado con tiempo para la reacción, o para el simple reflejo, que te lleve a impedir ese choque, y que te salve de un batacazo seguro.  

 

A todo esto, mientras en mi portátil de graja graznaba malos augurios, los tertulianos han regresado de la publicidad, subidos todavía más alto en la mutua incomprensión de su torre de babel. Es como si, a pesar de hablar en el mismo idioma, en esas alturas de su crispamiento, las palabras transmutaran de idioma, de sentido o de significado. Tanto es así, que, por una vez, y sin que sirva de precedente, he agradecido los veinte minutos de publicidad que esta cadena en cuestión te mete entre pecho y espalda: el mismo tiempo que Israel le ha dado a su ejército para que se coman el bocadillo, que toca volver al tajo, porque la guerra es cosa seria y no espera.   




  

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