Esperanza: artículo para Ideal Sierra Mágina, febrero de 2024

Aquí me tenéis un mes más, provocado por todo lo que se me remueve por dentro, intentando dibujarlo después con palabras. ¿Lo conseguiré?… Ojalá encuentre la forma de dar con la palabra justa, aunque esta no se encuentre entre las más bellas de este complicado idioma nuestro —tan bellas y musicales, como si el mismo Joan Manuel Serratme las estuviera susurrando al oído—. Es, más que un ejercicio de estilo, un compromiso de honestidad y, si se me apura, a veces de valentía; porque, ni se le puede regalar el oído a todo el mundo, ni te llenará de razón la hueca retórica ni el palabrerío hinchado. 

 

Escribir desde el compromiso personal te granjeará enemigos a uno y a otro lado, y te hará cometer muchas equivocaciones, pero nunca te ha de avergonzar reconocer tus errores. Con toda probabilidad, de seguir estas premisas, veré asomar muchos ceños fruncidos por encima de las páginas de quienes leen mi columna en este periódico. Pero lo diré una y cien veces: para mí, esta opción es además mi compromiso de vida. De hecho, de no seguirlo, me estaría traicionando. Por ello prosigo mi búsqueda de la palabra justa en estos tiempos de confrontación, aunque también intentaré que sea bella, musical, honesta y hasta valiente. Y la ofreceré tal cual: desnuda de perifollos e innecesarios adjetivos parasitando a su alrededor. Por eso hoy, esa palabra es ‘esperanza’. 

 

La esperanza es el clavo ardiendo al que nos agarramos cuando ya nos hemos quemado. Lo último que se pierde, como dice el dicho al que nos acogemos en última instancia, justo en ese momento en el que estamos a punto de perderla. Es esa puta que va vestida de verde, decía una estrofa de «Semos peligrosos», la sintonía de Makinavaja; no en vano, es un sentimiento que lo mismo se acuesta con quienes piden que llueva, que con los que quieren que escampe. Pero también es ese rayo que ilumina, en mitad de la oscuridad de la tormenta, el camino que conduce al refugio, al resguardo de la intemperie.  


Ahí estaba yo, una vez más —me decía— con la fortuna de estar pasando unos días en nuestra querida Mágina, seguro de que ello me inspiraría un artículo con el que levantarle las cejas y no arrugárselas a los lectores. Pero «nones», seguía tecleando con el ánimo descorazonado de todo atisbo de esperanza, y sin conseguir enlazar ni una sola frase que mereciera la pena.  



 

De repente, escuché el peculiar parloteo de un pájaro negro al que confundí con un cuervo, hasta que, en un segundo vistazo, descubrí su pico anaranjado y reluciente sobresalir desde detrás de la rama del árbol desde donde, a cada nuevo trino, más que piar, parecía que me hablara. A diferencia de los cuervos y grajas, este «blackbird», este mirlo negro no es un pájaro de mal agüero. He oído en muchas otras ocasiones la cháchara insufrible de un pájaro que parecía estar imitando la verborrea incontinente de un charlatán, pero, ahora, su conversación era más pausada, casi humana. Con toda nitidez, le oía decir que me dejara de llevar mi artículo por esas lides, que abandonara de momento mi propósito. «¿No escuchas esa música que viene de la plaza?» 

 

Cerró de repente su pico naranja, si es que lo había abierto en algún momento y todo esto no fuera más que una alucinación mía, pero era verdad: a pesar de ser noche cerrada de un lunes de mediados de enero, de la plaza de la Constitución llegaba un rumor de fiesta y cierto aroma a chorizos… a careta… a costillas… 

 

Cerré mi portátil y con él mis malos pensamientos. Me abrigué y me dirigí hasta la plaza.  

 

—¡Hombre, Juan!, ¿estás por aquí? … ¿te apetece una copa de vino mosto con un trozo de careta?… 

 

La fiesta que latía aquella noche desde el mismo centro del corazón de mi querida Bélmez era el sanantón que las mujeres de la asociación Nacibel celebran sin falta todos los años. El calor de su hoguera, el sabor de la carne asada en sus brasas, el vino mosto del lugar ayudando a desinhibirse, a desentumecer el ánimo con un buen baile… hicieron por dibujarme de nuevo en mi cabeza la palabra ‘esperanza’. Y la grité por dentro, y me dije, si es lo que hace falta, que la escribiría mil veces, porque todas ellas, una por una, de la más longeva a la más joven de las mujeres de la asociación Nacibel, consiguen, evento tras evento, mantener con vida a Bélmez. Ellas son el corazón que mueve los sueños de este pequeño pueblo de Sierra Mágina, al que llevan años espoleando con su espíritu festivo; es decir: con sus ganas de vivir. 

 

Regresé a mi casa contagiado de su buena onda, de su alegría y, principalmente, de su hermandad. Además, me habían devuelto el espíritu de los sanantones de mi infancia y, de paso, escrito en esperanzadoras letras verdes este artículo.  



 

 

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