Variaciones sobre Mágina (artículo publicado en el Ideal Sierra Mágina de enero de 2018)
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eo estos días “Variaciones sobre Budapest”, una breve
pero intensa obra que navega entre el cuaderno de viajes, el ensayo literario,
el diario personal y la crónica urbana, como reza acertadamente en su contraportada.
En ella nos encontramos con un paseo reposado y hasta reiterado en el que Sergi
Bellver nos descubre con su, a veces lírica y siempre emotiva prosa, todas las
posibles Budapest que se esconden en los diferentes sustratos de su historia. Ya
me hubiera gustado a mí haber tenido la mirada pausada y certera de Bellver,
cuando hace unos años tuve la suerte de visitar esta ciudad, y no la urgencia
estresada del turista que durante dos días caminó por sus calles haciendo
fotografías como pollo sin cabeza.
Mientras la leía, justo cuando
la estrella de mis días me concede una tregua del bullicio madrileño para
posarse una vez más sobre el macizo de Mágina, decido que no estaría de más
meterme en los ojos sin prisa pero sin pausa de mi escritor nómada preferido, y
ponerme a buscar nuevos matices y
distintos perfiles de esta tierra nuestra. Así que elijo el momento: la
tranquilidad de una tarde soleada de diciembre; y también el lugar: un banco
del Parque del Nacimiento de mi querida Bélmez de la Moraleda.
Por de pronto, la fuente
llamada de la Moraleda, lugar privilegiado que, ya en tiempos de paz, los colonos castellanos prefirieron
al reguardo de los aledaños del castillo de Belmez, anda muda y sin apenas
fuerza para rebrincar el pozo que rodea la gruta donde sus aguas ven la luz. Son
malos tiempos para los descendientes de aquellos soldados que cambiaron su
espada por la azada y que llenaron de mies y de vides las vegas linderas,
muchísimo antes de que las invadiera el olivar.
Recordé otro año de sequía muy
parecido a este, a finales de los setenta del pasado siglo, cuando una “mimbre
minifaldera” –como alguien la bautizó un día de fastos y parabienes- ofrecía
ufana la frescura de su sombra a todo aquel que mojaba sus labios en las
cristalinas aguas de nuestro manantial. Aquel viejo sauce que, a pesar de
haberse convertido en el signo y la marca del lugar, hubo que talar con el
tiempo, cuando retorció sus tozudas raíces en busca de la humedad del arroyo
cercano, horadando la tierra hasta poner en peligro la estabilidad de la plaza.
Mientras distraía mis
pensamientos rebuscando entre los pliegues de la historia, deleitándome y
reconociéndome en sus arrugas, poco a poco y sin que me percatara de ello, la
plaza se fue llenando de niños: primero uno con su balón entre las manos, al
que se le unieron otros dos de menor edad y un cuarto subido en su bicicleta. Y
un grupo de niñas después, que tomaron asiento en el banco contiguo al mío,
mientras cuchicheaban entre ellas sobre los niños que jugaban con la pelota.
Son esas cosas que parece que nunca cambian, si reparo que, de pequeño, yo
también venía a este parque día tras día, sin lograr reunir el valor suficiente
como para dirigirle la palabra a la niña que tanto me gustaba.
Regreso entonces unas páginas
en la historia. Concretamente a principios del siglo XX, cuando, más o menos, en
el frontal del actual escenario que preside el Parque, existía un lavadero
público donde las zagalas de la Moraleda lavaban bulliciosas la ropa y los mozos
las rondaban mientras trenzaban el ramal de esparto. Cierro los ojos y las veo
pavonearse ante ellos, a la vez que restriegan la ropa contra la piedra
acanalada de la pila, en un rápido percutir cruzado de risas y de coplas. Y
sigo pasando hojas: la de las juntas de amigos en el Pozo, delante de una buena
olla de ponche o cuerva elaborada con aquellos melocotones que se llevó el mal
que terminaría cerrando la fábrica de conservas; la de los remates de la aceituna,
bebiendo vino y más vino hasta que todos
terminaban con la cabeza metida en el agua helada; la del Salón de los
Parrales, con su fuente y, por supuesto, con sus parras, mientras las parejas
bailaban al son de la orquesta Oasis, que tocaba el “Begin the beguine” de Cole Porter…
Mientras añadía parsimonia a
esta mirada mía de desplazado maginense, descubrí que no estaba solo en el
intento. Y otras voces, otros colores, otras variaciones sobre la sinfonía de
Mágina en sol y nubes, comenzaron a surgir de los pinares de la Fuensanta, o del
adelfal de Cuadros, o de los manantiales de Fuenmayor. Como dice la escritora
de origen bedmarense, María Socorro Mármol Bris, cuando
nos habla de su redescubierto -una y otra vez- monte Aznaitín, “una suele estar ya lo suficientemente
cansada de ser ave de paso que un buen día decide anidar en sus perfiles antes
de que se ponga el sol para siempre; entonces le da a una por pensar en la
buena suerte que dirigió las cosas y el destino, para haber nacido donde nació,
y con vistas a ese cerro”. Y con vistas a otros tantos cerros de esta
Mágina nuestra, añado yo.
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