Tiempo de generosidad

Siempre que algo nos descoloque –por ejemplo: un hecho, un acontecimiento inesperado-, que incluso, nos aturda las entendederas, primero, hay que parar la máquina -me refiero a la de nuestra propia mismidad; no hay que buscar la llave de contacto fuera-. Después, tenemos que dejarla que respire y, mientras, la aliviamos de brozas y lastres diversos: opiniones tóxicas o tendenciosas en uno u otro sentido y los propios prejuicios. Acto seguido, habrá que quitarse la cara de «ennortaos» para podernos situar. A ver: al sur el río Guadahortuna, al este el Guadiana Menor, al norte el Guadalquivir y al oeste el Guadalbullón; ya estamos otra vez en el corazón mismo de Sierra Mágina. Pues bien, una vez que sabemos quiénes somos, de dónde venimos y dónde estamos, nos hemos situado para poder discernir hacia dónde demonios vamos. 

El primer libro que se escribió sobre las «caras de Bélmez» solo tardó unos meses en ver la luz, lo cual no debe extrañarnos, teniendo en cuenta que se trataba de un estudio sociológico. Los trabajos de campo de esta naturaleza requieren de la inmediatez, para que los datos, su veracidad, no sufran contaminación alguna. Por eso es que, a este libro («Sociología del Milagro. Las caras de Bélmez» de Manuel Martín Serrano, editado por Barral Editores en 1972) le estoy tomando un especial cariño. Puede que, tal vez por ser el único sobre el tema que, pese a lo que pudiera sugerirnos el título o precisamente por ello, le da la espalda a «las caras». Se centra entonces en la manera de encajar y afrontar los hechos – el «milagro» y toda la tolvanera que lo acompañó-, por parte de los moradores de estas tierras. 

El primer libro que se escribió sobre las caras de Bélmez fue «Sociología del milagro» de Manuel Martín Serrano

Y hablando de inmediatez: en este momento en el que estoy escribiendo el presente artículo, aún no se sabe quién o quiénes formaran el gobierno que dirija los designios de Andalucía durante los próximos cuatro años. Así pues, puede que todo lo que escriba a continuación quede en meras conjeturas o en papel mojado. Pero no os alarméis, que no hablaré de política en el sentido estricto de la palabra, tal vez la más enfangada de nuestro diccionario por obra y gracia de los profesionales que se consagran a ella -sálvese quien pueda-. Más bien, hablaré de ella tal y como la entendían los Clásicos, pues como decía Aristóteles, el hombre es un «animal político» que se diferencia del resto de los animales –entre otras muchas cosas-, por vivir organizado políticamente en sociedades, participando de los asuntos públicos en mayor o menor medida, pero afectándole estos irremediablemente. Y lo que es fundamental, haciéndolo por un objetivo concreto: el bien común, que para quien no lo sepa o se haya desorientado últimamente con tanto descoloque electoral, ese bien común es la búsqueda de la felicidad de todos los ciudadanos. 

Volviendo al libro de Martín Serrano, la historia de la mayor parte de Sierra Mágina no sabe de olivares, sino de espartos. Nuestros pueblos han entrado en el tópico de la oliva «por la fuerza que ajusta el paisaje a la propiedad, y no la propiedad al paisaje.», aunque ahora nos resulte difícil imaginarnos Mágina sin tantos olivos. Así que, agradezcamos una vez más el cambio del paisaje a nuestros bisabuelos y abuelos. De hecho, nuestros mayores, todavía expresan el esfuerzo que llega a suponer el trabajo con un «doblar el lomo», un agacharse propio del recolector de esparto y no con un «empinarse» más acorde con la postura del vareador de aceituna. 

Ya que hemos dejado respirar a la máquina, ya que nos hemos situado de nuevo y hasta hemos reflexionado acerca de quiénes somos y de dónde venimos, no estaría de más que nuestra clase política hiciera un esfuerzo y dejara de mirarse el ombligo, para volver la cabeza hacia su gente, cuyo bienestar y felicidad son el verdadero motivo de que exista su profesión, como muy bien nos sigue apuntando desde los mismos comienzos de nuestra civilización, la occidental, el gran Aristóteles.  

No solo no estaría de más, sino que sería un gran acierto, que buscaran bien dentro de ellos para reencontrarse en los orígenes del pueblo del que son representantes y, sin dejar de ser temerosos por lo que pueda venir, se armen del coraje suficiente para afrontar los problemas, y de la serenidad precisa para hablar de ellos, esforzándose sobre todo, porque sus actitudes sean comprendidas. Habrán de entender, que ahora toca doblar el lomo como lo hacían sus ancestros, aquellos braceros que rebuscaban esparto, asegurándose de arrancar el entendimiento de entre los atochares del Parlamento andaluz. Eso sí, pisando la mata con la suficiente pericia y delicadeza a la vez, para que sus señorías no se traigan con los tirones todo el raigón, y así poder cosechar futuros consensos. Tendrán que aprender además, a empinarse lo indecible, para alcanzar los copos más altos del olivo de la convivencia, apurando el diálogo todo lo que sea menester y más, que no renegree entre sus discursos el empecinado babel de no escucharse, porque este nuevo tiempo debe ser, a pesar de quienes predican lo contrario, el de la generosidad. Claro que, siempre que enfrente no surja la fría e impermeable piedra del muro de la incomprensión.   
  

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