La mirada en el espejo —artículo para Ideal Sierra Mágina, junio de 2022—

 Alguna vez, me han preguntado el porqué de llamar a mi columna «El Almecino». O, lo que es lo mismo: el porqué de bautizar así al blog que ha terminado dando nombre a esta columna. 

Como todo en la vida, nunca hay un solo motivo, sino el cúmulo de diversas razones, aderezadas estas por las circunstancias cambiantes del devenir de los acontecimientos. Aunque luego yo, fiel a mi natural querencia a la fabulación, a la exageración y a —lo confieso— cierta grandilocuencia, lo disfrace, lo distraiga, lo termine despistando con mi palabrería. Así, puede que la idea me surgiera al ver plantada delante del portón del Zurreón —nombre de un olivar perteneciente a mi familia— la frondosa presencia de un almez que allí dispuso mi padre. O, —chi lo sa?— si no me haya inspirado en ese otro almecino —este centenario— que aún sobrevive con todo su esplendor y majestuosidad en Las Tres Cruces, justo donde comienza la subida al nacimiento del río Gargantón desde Bélmez de la Moraleda. 


 Pero, al final, en mi empeño por hacer creíble lo inverosímil mientras siembro la duda sobre la veracidad de lo irrefutable, voy y me invento un cuento digno de ser recopilado por don Saturnino Calleja, donde el tronco del almez será la columna que sujete las ramas de las que brota la ambivalencia de mis opiniones. Porque estas, al igual que las almecinas, pueden ser dulces como un dátil cuando me convierto en un fervoroso cronista de las bondades de nuestra tierra; o, por el contrario, dolorosas como una pedrada, si, a tiro de cerbatana de caña, hago impactar sus huesos contra la misma cabeza de los problemas que aquejan a Sierra Mágina. 


Confieso que yo mismo conjeturo sobre la permanente dualidad de mis opiniones: ese ángel y ese diablo que me suelen hablar al oído —a veces, a coro— mientras escribo mis artículos. Incluso, hasta creo haber encontrado en un defecto de fábrica las posibles causas que provocan esta tendencia mía a la dispersión de los asuntos y al desenfoque de las conclusiones. Porque no sería muy descabellado pensar que, mi córnea achatada por los polos —como nuestro querido planeta azul—, y la defectuosa —diferente, dirían ahora los gendarmes de la corrección lingüística— incidencia de la luz en mis ojos, convergiendo de manera incorrecta —o sin el adecuado progreso— justo detrás de mi retina, provoquen las peculiaridades de mi mirada sobre los asuntos de Mágina. De esta manera, y debido a mi astigmático e hipermétrope punto de vista, mis artículos os llevarán: unas veces, a exclamar ese «dichosos los ojos» cuando, después de preguntarme junto a Eloy Tizón «¿qué me falta a mí por ver?», todavía encuentre la técnica de iluminación que logre abrir un resquicio para el asombro en un atardecer maginense; otras veces, a gritarme un quejumbroso «demonios tus ojos» cuando la mirada se me engancha a un mal sueño, mientras desgarro la voz como un Javier Corcobado enfurecido, y despotrico sin medida contra nuestra tierra. 





Estoy con la escritora argentina María Gainza en que, restringir la peculiaridad de la pintura de el Greco a la sola consecuencia de su astigmatismo agudo, «es un reduccionismo que no termina de explicar su cosmogonía, como la epilepsia no explica a Dostoievski ni la tuberculosis a Keats». No quiero decir con ello, que esté comparando mi errático aprendizaje periodístico con la genialidad de las figuras de el Greco —que parecieran estilizarse en un intento de alcanzar la gloria—; o con la magistral complejidad de la escritura de Dostoievski —y su recorrido milimétrico por la sociedad, la política, la psicología y la moral de la rusia zarista—; tampoco con la perdurabilidad de la poesía de John Keats —emblema por los siglos del movimiento romántico—.  


Creo que mi búsqueda de Mágina, o mi búsqueda en Mágina, se asemeja a ese viaje de Italo Calvino por «sus ciudades invisibles». Mis pasos en estos artículos «no persiguen lo que se encuentra fuera de los ojos sino adentro, sepulto y borrado». Hay recuerdos —que no añoranzas— y hay reposo —o eso procuro— en mi mirada. Como cuando de pequeño me encerraba en aquella nave con armazón de viejo galeón que mi padre construyó junto al Zurreón, y rebuscaba mi melodía —como el sentido de mis palabras ahora— entre los aperos de labranza esparcidos por todos los rincones con esas maneras tan ordenadamente descuidadas que nos gastamos en casa. Confieso que, más de una vez, el eco contra las azadas herrumbrosas y los fardos polvorientos me devolvió una semblanza melancólica, y hasta un juicio apresurado, que he guardado en mi memoria sin que jamás lo haya escrito ni contado. 


Porque, por mucho que —como dice, una vez más, Sergio del Molino— nos dé por añorar una vida más rural, ahora que el mundo tal y como lo conocíamos parece desmoronarse, que esto ocurra de una manera drástica —revirtiéndose la predominante concentración de la población en las ciudades por una vuelta generalizada a los pueblos—, el alegrarse de ello sería como «montar una fiesta en un cementerio». Ahora bien, sea cual sea mi mirada en el espejo, que nunca la invada el espanto —como a un sorprendido «Angelus novus»— ante tanta desolación. 

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