Nuestra «basura blanca» —artículo para Ideal Sierra Mágina, mayo de 2022—

 Sostenía el escritor abolicionista Frederick Augustus Washington Bailey que, para tener contento a un esclavo, es imprescindible que no piense, ya que «es necesario oscurecer su visión moral y mental y, siempre que sea posible, aniquilar el poder de la [su] razón», como luego apostilló Carl Sagan. Porque la cultura es el principal instrumento del que se han valido a lo largo de la historia todas las formas de poder. Los ejércitos amedrentan y someten mientras están presentes en la plaza con sus respectivas armas en ristre. Sin embargo, no es hasta que se imponen las diversas manifestaciones de la cultura —lengua, usos y costumbres, la manera de concebir las relaciones personales y sociales, las formas artísticas y del conocimiento…— del dominador, que no se puede dar por sometido a un pueblo o a un grupo social. 

Durante gran parte de la mitad del siglo XX se tuvo la creencia de que esa cultura —ese acceso al poder— se había democratizado. Desde el mismo momento en que los hijos de los obreros —los esclavos modernos— tuvieron acceso a una universidad pública y gratuita mediante un sistema de becas, se entendía que cualquiera podía lograr ser lo que su propio esfuerzo y mérito le permitiera, aunque en la práctica esto era algo a todas luces improbable; no hay más que ver el contraste existente entre las facilidades con las que se manejaban y manejan los vástagos de la clase alta, frente a las trabas que se les ponen a los individuos provenientes de la base de la pirámide. 


A pesar de todo, se dio como buena esa pretendida democratización de la enseñanza y, por consiguiente, la cultura como arma de poder. Pero, a los obstáculos propios de la ascendencia social, hay que añadir otros accidentes —geopolíticos— que venían a dificultar aún más el acceso a los estudios universitarios. Tenemos un ejemplo muy cercano: obviando los antecedentes históricos que se remontan al siglo XVII con la Universidad de Baeza, todo aquel individuo que haya pretendido realizar estudios universitarios en Jaén antes de la creación de su propia universidad —la UJA— veía sus posibilidades seriamente mermadas. Hasta entonces, Jaén solo era Colegio Universitario integrado en la Universidad de Granada y, salvo que te hubieras decidido por los estudios de Magisterio, Ingeniería Industrial, Empresariales o Enfermería, si querías cursar cualquier otra carrera, tenías que marcharte a Granada.  


Desde aquellos primeros pasos de su comisión gestora del 93 hasta ahora, la Universidad de Jaén ha ido creciendo, adaptándose a su entorno y convirtiéndose en un importante instrumento de dinamización y transformación de nuestra sociedad, alcanzando incluso una gran proyección internacional. Hasta podríamos afirmar que, pese a las dificultades y la histórica discriminación sufrida por nuestra provincia, la UJA ha formado a jienenses que a su vez han hecho una Jaén más próspera y moderna.  





Y así, hasta este preciso momento en que los negros nubarrones del nuevo modelo de financiación de la Junta de Andalucía amenazan con descargar su tormenta de cortapisas y restricciones, incidiendo con especial intensidad en el campus de Las Lagunillas. Según la propia universidad jienense, lo propuesto por la Junta supondría la cantidad de 34 euros menos por estudiante con respecto a la media del resto de universitarios andaluces. Además, la vigencia de dicho modelo durante varios años pondría en peligro el futuro de la institución, abocándola a no crecer o incluso a perder financiación. De esta forma, proyectos como la implantación del Grado de Medicina serían a todas luces inviables.  

  

Si esta deriva de la Junta de Andalucía se perpetúa durante una década, no mucho más, su repercusión en la universidad pública andaluza en general, y la jienense en particular, sería irreversible; porque sabido es que avanzar nos cuesta un mundo, pero retroceder ocurre a toda velocidad. Primero, retrocederíamos en saber, en formación. Después, en la prosperidad que genera el conocimiento para una tierra, mermando nuestra capacidad de desarrollo social e industrial. Y, por último, ocasionando una vez más la migración de parte de la población hacia tierras más venturosas, mientras la frustración y el descontento haría mella entre esos desposeídos de una posibilidad legítima de prosperidad.  


La actual deriva neoconservadora mundial y el resurgir de la extrema derecha en Europa se basan en el manejo de ese descontento. Dichas corrientes ideológicas se están centrando en el encauzamiento de esos desencantados sin acceso a la educación y a la cultura hacia sus postulados simplistas; hacia el populismo. Las viejas premisas de los estados esclavistas ya no van dirigidas a controlar la ignorancia de la población afroamericana, sino a los analfabetos funcionales y desempleados blancos de la América profunda y rural. Es decir, a la llamada «basura blanca»; ellos son la base del «trumpismo».  


Volviendo a nosotros; que existan partidos como Jaén Merece Más o Levanta Jaén es bueno para la provincia, siempre que su presencia espolee a su vez a las bellas durmientes que yacen acomodadas en los colchones de los partidos tradicionales. Porque lo verdaderamente peligroso para esta tierra es una atrofia tal de la universidad —del saber, de la cultura— que lugar al crecimiento de nuestra propia «basura blanca», dispuesta a darle el poder al Trump, al Bolsonaro, a la Le Pen, al Putin de turno.    

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