Los balcones de Mágina —artículo para Ideal Sierra Mágina, febrero de 2023—

   Recuerdo un dibujo hecho a ceras que presenté a uno de aquellos certámenes juveniles que solían convocarse con motivo de las fiestas de mi pueblo. A decir verdad, no eran muy diferentes los concursos de entonces a los que se celebran hoy, salvo por el número de participantes. La explosión demográfica del baby boom también incidía en mayor medida sobre las inquietudes pictóricas de los púberes e infantes de antaño, si tenemos en cuenta la reducción porcentual que la carestía poblacional que sufren nuestros pueblos en la actualidad ha ocasionado en la vocación artística de la juventud maginense.     

Creo que lo llamé «Desde mi balcón». En un primer término se veía mi cama y, al fondo del que pretendía ser mi cuarto, tras ese balcón que le daba título, había dibujado, recortándose contra el cielo de un prometedor día de verano, la silueta que fue de tantos y tantos amaneceres de mi infancia y de mi adolescencia, coronada por el pico más alto de la provincia de Jaén: el pico de Mágina. El skyline de un lugar que aún resiste en mí, entrelazando el espacio con el tiempo, el espíritu con la materia, y que no cambiaré jamás, ni por el de Nueva York, con o sin torres gemelas, ni por el de París, con su Torre Eiffel chisporroteando como un árbol navideño. Ni siquiera por el páramo castellano que cada noche me devuelve guiños luminosos como señal de nuestra mutua fidelidad (en el año que acaba de comenzar cumpliré treinta, viviendo un idilio con este poblacho manchego ubicado entre Segovia y Navalcarnero). Y es que mi barrio madrileño no es gris, al menos desde los ojos que yo lo miro. Probablemente, sí que sea uno de los más populosos de la ciudad, pero aún le quedan resquicios por los que se cuela el campo y, a veces, aparece un póster inmenso con cielos inmaculados donde la Sierra de Guadarrama permanece en una foto fija, expectante. Pero, aunque todos estos otros momentos estén repletos de sueños y de recuerdos maravillosos, no contienen las vivencias de mi sangre, las huellas de mi memoria.  




Si queremos darle una explicación racional a esta especie de ligazón precaria que nos procura lugares de resistencia (téngase siempre presente el paisaje tras aquel balcón que para siempre estará unido a mi existencia), ahí tenemos lo que Platón llamaba symploqué, un principio intermedio del espacio donde las cosas no están ni entrelazadas todas con todas ni ninguna con ninguna. Lo que hacemos es relacionar una serie de signos, de imágenes o de sensaciones que encontramos como los «buscadores» que somos, que diría Sergio Mayor, considerando «la posición, la altura, la forma de las montañas y sus trazos con la luz, la fisiognomía de los hombres, la forma de los cráneos, su temperamento moral revelado en sus canciones y sus relaciones sociales con los muertos». 


A lo largo de estos años de reflexión contemplativa a la sombra de «mi almecino» no he parado de toparme con esos «buscadores» militantes de la resistencia maginense, reivindicando su rincón estratégico, su atalaya particular donde plantar la bandera de nuestra diferencia, de nuestra autenticidad. De hecho, con más o menos protagonismo, muchos de ellos ya se han asomado por esta página, mientras otros lo irán haciendo probablemente en un futuro, al menos mientras Ideal me siga permitiendo cada mes traeros hasta aquí mis crónicas maginenses. 



Sin ir más lejos, ese dibujo de mi recuerdo, aquel balcón y su paisaje, me ha llevado en un momento hasta ese otro balcón que está en la cafetería que mi estimado Cristóbal Triguero regenta en Bedmar. Allí, en la terraza de su «Aroma de Mágina», ha sido donde este galduriense de nacimiento ha encontrado una symploqué que entrelace las formas del Aznaitín con su propia estampa, mientras la luz que refleja ese tótem milenario parece incidir de manera definitiva sobre ciertas musas; esas mismas que madrugan en los sencillos versos de este tabernero poeta que, junto a su Encarni del alma, cuida porque Mágina esté en todas sus tapas y en todos sus platos, formando parte de su carpe diem. 


Esa gastronomía es la misma que estos días ha logrado hacerse un hueco en el Canal Cocina, gracias al fotógrafo y montañero huelmense Ángel del Moral —otro combativo y militante «buscador» que tiene plantada su bandera de Mágina en el privilegiado mirador del refugio de Miramundos— a quien su incuestionable pasión por esta tierra le ha llevado a recopilar sus centenarias recetas en un precioso libro, rebosante de amor, de buen yantar y, por supuesto, de unas magníficas fotografías. 


Todos y cada uno de los balcones que conectan a Mágina con el mundo tienen la impronta de su particular «buscador» en la filigrana bordada de su bandera o en las iniciales forjadas en su enrejado. Y todos son pocos, no solo para otear horizontes lejanos, es decir, para ver, sino también para ser vistos y, de paso, para airear las insalubres cerrazones que el tiempo y el descuido acumuló en sus azoteas. Y todos son dignos de recibir y de agradecer reconocimiento. Incluso, la más humilde de las ventanas y, si se me apura, la más insignificante de las gateras.      



 

Comentarios

Entradas populares