De domingos y ocasos


L
a misa de ocho olía a colonia de viejas: efluvios de retestín para el ocaso del domingo. Imposible escapar al reojo de las beatas, que parecieran bizquear por destaparte las vergüenzas delante de todos. Mientras, se relamen el cuerpo de Cristo amén entre la lengua y el paladar. Después, bisbiseo de rezos y armonio con sordina, que santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo.

Fuera, la noche linda con el frío que todo lo palpa y convierte en cartón piedra. Al salir, la Bodega es la primera estación tras la penitencia: pastillas de burro, altramuces y regaliz. Me han salido Zoco y Rechax, te cambio a Keita por Planelles. Pero me guardo los cromos, que María y sus amigas ya bajan del coro. Alguien que me diga cómo disimular el rubor, mientras me pongo a su vera en la cola del cine del salón parroquial.


Cuando el cura abre la puerta, corro escaleras arriba para cogerle sitio, pero se sienta justo dos filas más atrás. Pienso que para no levantar sospecha. Se apaga la luz y se encienden las risas: Stan Laurel empuja a Oliver Hardy a una bañera gigante que está llena hasta el borde de un agua gris y turbia. Después, Dios llena de colores la pantalla y el paraíso, donde, Adán y Eva imploran su clemencia que nunca llega, desde un rincón de tonos carmesís tirando a cereza. Para cuando Moisés se arrodilla ante la zarza, ya dormito entre la melancolía para oboe del Lago de los Cisnes y un “hola” mudo, pero en perfecto castellano, que el papa Pablo VI lanza al tomavistas súper 8 de don Martín, aquel soleado domingo de mayo en la Plaza de San Pedro. De repente, la luz se enciende. Miro detrás, pero María ya está camino del Barrio. Mientras, yo sigo soñando un rato más, pero esta vez, despierto. 

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