Igual pa un roto que pa un descosío



H
oy el día se levantó en Madrid desganado y mustio, como si le sorprendiera un año más la evidente inminencia del otoño. Me he asomado a la luz emborronada de esta mañana de septiembre y me he dicho: “Juan, ¿de qué demonios vas a escribir hoy?”.

Una sensación entre fastidio y pereza me ha recordado que no tengo ninguna obligación con este blog, que ponerme a la sombra de El Almecino es una elección, más que personal, íntima, que me sale de lo más hondo de mi mismidad y por la que no tengo que rendir cuentas a nadie. Bueno, salvo a mí mismo, claro está.

De manera automática me han venido a la mente todas las veces que me he equivocado en la vida, todas las ocasiones que le he fallado a quienes me quieren, todos los compromisos que no cumplí, todas las expectativas destrozadas…pero inmediatamente me he sacudido la cabeza y he pensado, que esas cuentas las he de saldar en otro lugar y en otro momento, sobre todo, aquello que me debo a mí mismo. Pero hay otros asuntos algo turbios aquí dentro, cierta materia oscura a la que, por higiene mental, debería arrojar hacia la luz de una vez por todas y dejar de vivir este continuo polstergate que a veces emponzoña mi cabeza con esas cosillas del otro lado.

Para poder explicarlo con más o menos coherencia, me remontaré al año 2013, cuando, en uno de esos fines de semana que me dejo caer por Bélmez, Antonio Díaz Rodríguez, teniente de alcalde de nuestro queridísimo pueblo, me preguntó que si quería dar el pregón de aquel año, por el 20 aniversario del Botellín. No entraré en detalles que ahora no vienen a cuento y que ya reflejé aquella noche del 19 de agosto con el pozo de la Moralea por testigo:

La aceptación de aquella responsabilidad, la consiguiente elaboración del pregón y todo lo que me trajo de sensaciones, interacciones y, sobre todo, de rebusca en las profundidades de ese pozo que tapié el día que me vine a Madrid y al que me había jurado y perjurado no volver a bajar, conllevó un choque, un punto de inflexión que, desde entonces me ha traído, en mi relación íntima y personal con Bélmez de la Moraleda, muchas alegrías. Creo que por fin nos hemos cogido el punto, que del amor al odio y viceversa hay muy poco recorrido, pero ese camino hay que hacerlo para comprender y valorar todas esas pequeñas cosas que nos unen a la tierra que nos vio nacer.

En serio, podéis pensar lo que os venga en gana, pero cuando ahora colaboro escribiendo en un programa de fiestas –aunque parezca que me sabotean los textos-, cuando comparto mis reflexiones o las de otros sobre Bélmez, lo hago por pura convicción personal, porque creo que me lo debo a mí mismo. Aunque sé que muchos no lo creeréis, no busco ni reconocimientos ni halagos; solo mi propia satisfacción personal, como si de una cura o una terapia se tratara.

Aquí compartiendo cartel con Donato en aquellas fiestas de marras.
De verdad que se fueron los malos rollos. Como cuando nos dejaron de pagar, a mi hermano Paco y a mí, 5000 pesetas prometidas a cada uno por pintar el primer castillo que se montó en la puerta de la Iglesia para representar los Moros y Cristianos, allá por los tiempos de la UCD en la alcaldía. O cuando, ya afincado en Madrid, volvía para las fiestas y, como valía igual pa un roto que pa un descosío, me aprendí en un par de días el papel de rey moro para representarlo junto con Donato, alcalde entonces, pues aquel año hubo a última hora desbandada de actores en las Relaciones. De verdad, todo un honor, pese que al año siguiente, cuando se estrenaron trajes nuevos y todos querían ser otra vez moros o cristianos, nadie reparó en quienes habíamos estado en las duras, que lo mismo nos hubiera gustado ayudar igualmente en los buenos tiempos. O también, cuando al regreso en otras fiestas, se me pide que presente los premios a los belmoralenses del año, ya que al presentador oficial le había surgido un compromiso ineludible. Y cuál fue mi sorpresa, que cuando levanto  la cabeza de los papeles, me encuentro que muy inexcusable no debía ser la cuestión, pues estaba delante de mí, preparado para darle paso al pregonero de aquel año. El hecho es que fue todo un placer formar parte de aquellos premios que estaban dirigidos, sobre todo, a gente de a pie, del pueblo, gente que se había destacado durante aquel invierno en la lucha contra el ninguneo al que nos estaba sometiendo la Administración autonómica, con la callada complicidad de la anterior Corporación Municipal, la misma a la que le habíamos  dado las fiestas el año del Botellín.

Pero que lo dicho, que no me puede quedar mal rollo por estas minucias, sobre todo, teniendo en cuenta que nadie me obligó con una pistola a hacerlo. Como unos días después, en aquel mismo año, cuando se cae del cartel el paisano que tenía que hablar en nombre de los emigrantes y ¿quién lo sustituye?, pues el menda. Claro, que esta vez me sirvió de escarmiento, cuando después de dedicar unas emotivas palabras a quienes vivimos fuera del pueblo, pero siempre lo llevamos en el corazón y tal y tal, me encuentro con que mi padre había pasado un mal rato con unos energúmenos que no estaban de acuerdo con mi elección para el acto y habían decidido boicotearlo.

Y vosotros diréis, si tan superado está, ¿por qué sacarlo ahora? Precisamente por eso, porque el pozo, aparte de cegado, ha de quedar limpio y seco. Decir que no me arrepiento de nada de lo que, de buena fe y con todo el cariño del mundo, hice, me lo pidiera quien fuera y de la ideología que fuera, porque donde otros veían un partido u otro, yo solo veía –ingenuo de mí-  un nombre y un apellido, y no precisamente el mío, sino el de mi pueblo: Bélmez de la Moraleda.

Sé que alguien por ahí piensa que algo busco con todo esto, que algo ganaré. Os diré que sí, que lleva razón, pues nunca llegué a pensar que recibiría tanto cariño de mis paisanos como recibo últimamente, porque no todas las recompensas que ansía un hombre han de ser materiales y que, probablemente, los premios que más te reconforten hasta llegar a hacerte feliz, nada tengan que ver con lo terrenal, sino con lo espiritual. Pare empezar, de tanto valer igual pa un rato que pa un descosío, hemos terminado por aprender a hilar fino.


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