Trapos al viento

E
stos días de trapos al viento y sentimientos agitados, de banderas aireadas desde el recóndito y oscuro escondrijo de las entrañas -esa siniestra oquedad de donde sale lo mejor y lo peor del ser humano-, me han hecho recordar de pronto a una situación vivida el Día de los Quintos del año 1983 en Bélmez de la Moraleda.

Pondré sobre antecedentes a las nuevas generaciones: en España, prestar el servicio militar, la popularmente llamada mili, fue obligatorio para los hombres mayores de 18 años, hasta que en el año 2001, el gobierno del PP, con José María Aznar a su cabeza, la suprimió. Con este motivo, en los pueblos se solía celebrar la fiesta de los Quintos, llamada así desde que el rey castellano Juan II, bajo cuyo mandato se expulsó a los musulmanes definitivamente de Belmez, impuso la obligación de servir en el ejército a uno de cada cinco varones de entre quienes tenían la suerte o la desgracia de ser sus súbditos. Luego, aunque el alcohol presidía dicha celebración, lo de quintos no viene de los susodichos botellines de cerveza.
 
 La Quinta del 65. De esta foto ya no están entre nosotros Diego Sánchez -Tarzanillo- y mi amigo Diego López- el Zocato-. Vaya también como homenaje para ellos.
Aquel año pues, entrábamos en quintas los nacidos en el año 1965, pero a la celebración solo asistimos quienes estamos en la fotografía, lo cual no quiere decir que todos sirviéramos en el ejército, pues existía la Ley de Objeción de Conciencia, mediante la cual se te permitía sustituir el fusil por servicios a la comunidad. Aparte, hay que tener en cuenta quienes se libraban por enfermedad, mala vista, poca talla y miles de artimañas, ya que la picaresca estaba al orden del día para no trabajar un año gratis al servicio de la Patria, tiempo que por cierto, cuenta como cotizado a la Seguridad Social.

La cosa es que, durante una semana, los quintos tenían licencia para hacer casi todo lo que les viniera en gana, como por ejemplo: ir bailando y cantando por las calles del pueblo a cualquier hora de la madrugada, al son del acordeón de Pedro Blas López, en este caso concreto. También se solía alquilar una casa como cuartel general de las tropelías, y los servicios de un cocinero, pues había que dormir las borracheras encadenadas y darle una mínima consistencia a las paredes de los maltrechos estómagos.

El primer y único día que estuve, era domingo. La fiesta comenzó con una misa oficiada en nuestro honor, pienso yo que para pedir por nuestras descarriadas almas, por si algún día más o menos remoto, nos viésemos en la tesitura de usar nuestras armas en una guerra de verdad, que nada tiene que ver con ese absurdo juego en el que malgastamos un año de nuestra vida. Acto seguido, enfilamos el camino del Ayuntamiento para “medirnos”, es decir, para que se nos tomara la talla y proceder a una primera criba en cuanto a las aptitudes militares.

Por aquel entonces, el Ayuntamiento se encontraba en obras, por lo que sus dependencias se habían trasladado provisionalmente a lo que hoy constituyen las instalaciones del Centro de día. Un policía municipal nos hizo entrar hasta una habitación amplia y desordenada que, debido a la falta de espacio, hacía las veces un poco de todo: dependencias policiales, administrativas, despacho del alcalde… un todo en uno destartalado, provisional y cambiante por días, muy al estilo de aquella vida de colorines de polaroid que constituyeron para España los años ochenta.

 Y allí, al otro lado de una mesa alargada y metálica, estaban el señor alcalde, el teniente de alcalde y algún que otro concejal. Otro miembro de la policía local nos invitaba uno por uno a pasar por el tallímetro, mientras el administrativo iba tomando nota de nuestra estatura. Hasta ese momento, todo entraba dentro de la normalidad: las mofas con los más bajitos, las pillerías de quienes pretendían falsear el dato de su medición para poder así librarse… Todo era previsible, jovial y festivo, hasta que llegó el momento de la gran broma final, cuando el señor alcalde, engolando su voz, se puso trascendente y dijo: Tenéis que jurar bandera.

En el extremo izquierdo de aquella mesa que presidía la liturgia de los quintos, había una bandera española y constitucional de mediana altura, anclada en un soporte, para así poder permanecer erguida y digna –si es que una bandera puede tener la cualidad de la dignidad-. Junto a esta se encontraba otra andaluza de igual tamaño.

La mayoría de mis coetáneos procedieron a besarla sin más, entre risas y algazaras; otros optaron por rendirle pleitesía a la de Andalucía, pues ese era su sentimiento. Yo me negué en un primer momento, por lo que se me reprendió por los miembros del Concejo allí reunidos al otro lado de la mesa, y especialmente por el alcalde presidente. Al final, tras una absurda discusión, terminé rozando mi cara con el pendón nacional.

Pero me fui fastidiado, por no decir otra cosa, y dolido. Dolido por haber sufrido una burla absurda por parte de los máximos representantes de la autoridad y de la democracia recién estrenada. Vejado y obligado a realizar una acción que no procedía allí, a la que solo me obligaba, tiempo después, la legalidad proveniente del Reglamento militar al que estuve sujeto en su momento, como igualmente les ocurrió a los compañeros de mili vascos y catalanes que me rodeaban, durante mi jura de bandera.

Estos días de trapos al viento, he vuelto a recordar aquella historia del Día de los Quintos. He vuelto a rememorar aquella sensación de atropello, porque esa era mi sensación entonces y ahora. Tan respetable como la de quienes agitan en estos días sus sentimientos más profundos y personales vistiéndolos con unos u otros colores o formas. Para ellos las banderas y las patrias son sagradas; como una religión, pero sin el como. Para mí, son solo trapos al viento con los que algunos agitan sus sentimientos.




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