De nuevo San Antón -a la memoria de Carmen Aranda Gómez-

Aquel hombre rezumaba desesperación por cada poro de su piel sudorosa. Soltó aliviado el haz de leña que cargaba sobre su espalda en la puerta de la panadería y, aprovechando el resuello atropellado de su respiración, llamó desde la puerta al panadero con un hilillo de voz casi imperceptible.
-Juan ¿puedes salir un momento?
Juan apoyó la pala en la banqueta de madera que había junto a la boca del horno y miró hacia la puerta del obrador apretando los ojos, intentando adivinar quién era el dueño de la sombra que se movía nerviosa de un lado al otro del despacho.
-¡Hombre Nicolás! ¡dime qué pasa!
-Pues mira Juan, que traigo este haz, a ver si me lo puedes coger.
Nicolás llevaba tirado al monte desde el amanecer para poder juntar aquel hatillo escaso de leña que había dejado en la puerta, porque todo estaba muy rebuscado desde que se acabó la guerra, pero no el hambre. Y aunque pareciera un milagro como su Ana estiraba las gachas para toda una semana, tenía cuatro hijos a quien dar de comer y otro de camino.
-Lo siento mucho pero no puedo. Eres el cuarto que me viene hoy. Mira dentro y verás que en la leñera no cabe una támara.
Durante un fugaz instante, tan efímero como aquella tarde invernal de 1942, Nicolás notó el crujido seco de la angustia en su cabeza. Recogió su leña y se marchó sin despedirse, mientras iba farfullando algo que Juan no alcanzó a comprender.
Aquella era en realidad su cuarta parada, su última oportunidad por conseguir algo de dinero o de pan o de harina…a cambio del trabajo de todo un día. Primero había estado en el molino de Fanegas, después en el molino de Abajo, para llegarse antes de subir al pueblo por El Salto, con idéntico resultado.
Cuando bajó la cuesta hasta la plaza de la Iglesia, dejó la leña en el centro, sacó los chisques del bolsillo de su chaqueta y le prendió fuego. Después se marchó sin mirar atrás, donde una parva de chiquillos saltaban en la hoguera mientras gritaban de alegría, pues no era para menos: volvía a ser de nuevo San Antón.
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Carmen Aranda conmigo en brazos, el día de mi bautizo
La historia que acabo de relatar es –quitando las licencias literarias- cierta. El panadero es Juan Pereira Montávez, mi abuelo. El hombre desesperado que no consigue vender la leña en ninguna de las panaderías del Bélmez de la posguerra, es Nicolás Aranda, y su mujer, Ana Gómez; ambos padres de María, Ignacio, Carmen, Francisca y –quien está de camino en la narración- Antonio. Aproximadamente, un par de años después de este episodio, Carmen, la tercera de los hijos de Nicolás y Ana, que entonces tendría unos 14 años escasos, entró a trabajar en casa de mi abuelo, probablemente influenciado por lo vivido aquella tarde de invierno.
Este es mi homenaje y mi recuerdo a Carmen, a mi Carmen, quien por aquel rocambolesco episodio pasó a formar parte de mi familia y que para mí es una de las tres mujeres de mi vida.
Por cierto, la historia no la conozco por mi familia. Muchos años después, cuando ya rondaba los 60 años uno de los niños que aquella tarde saltaba en la hoguera, me vino a contar aquel episodio. Se trataba de Alfonso Fuentes, "el Colorín". Mi recuerdo también para él: un hombre sencillo con palabras muy sabias.

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