Conversaciones entre vivos y muertos —artículo para Ideal Sierra Mágina, noviembre de 2021—

 Aquí me tienes un año después, aunque solo sea porque lo prometido es deuda. Bueno, no te aseguré exactamente que lo haría, pero sentarme junto a ti, en este altozano desde donde tienes tan buenas vistas de Mágina, seguro que termina por convertirse en un fabuloso ejercicio de reflexión.  


¿Te acuerdas? Antes de marcharte, andaba aún el alien juega que te juega al «tú la llevas». Ya sé que estabas en otras querencias, pero no se me olvidan los reojos que le echabas como diciéndole: «aquí te estoy esperando, si es que te atreves conmigo». Pero él, igualito que un niño cobardica, se ponía a correr detrás de otro que no lo afrentara con los puños cerrados. Sí, ya sé que para ti hubiera sido pincharte donde ya no hay sangre, pero hasta para morirse tiene uno que ser digno, ¿no? 


Durante todo este tiempo, se las apañó para tener a todo el mundo jugando a lo mismo. Pero, si alguien se confiaba y le intentaba hacer trampas creyéndose un experto en sus mecanismos y trasiegos, él cambiaba de improviso las reglas. Así nos ha llevado al mundo más de un año desde la Patagonia al desierto de Gobi, pasando por el Caño del Aguadero, ocupados en sus tejemanejes. Muchos —ellos mismos te lo habrán contado ya— terminaron atrapados en su enredadera, pero parece que al fin nos empezamos a desanudar la soga, mientras regresamos poco a poco a nuestra vida de pequeños logros cotidianos. 


Ya que estoy aquí —y como diría Thoreau— detenido en la encrucijada de dos eternidades: el pasado y el futuro; es decir, en el presente —el cual, de paso y a tu salud, procuraré vivir al máximo—, me gustaría pedirte consejo al respecto. Entiéndeme, sé que la respuesta me la tengo que dar yo mismo, y que no hablaría tanto de mí si hubiera alguien que me conociera mejor que yo. Pero mientras pienso, mientras hago este paripé reflexivo contigo, voy fraguando mi destino, eligiendo de entre la infinidad de caminos que hay; tantos como direcciones cabe tomar desde el centro de nuestro propio universo que somos cada uno.  





Qué paradoja, ¿no? Apenas andamos sacudiéndonos el polvo de los que habéis caído, y ya estamos de nuevo rumiando las mismas o parecidas mezquindades; ese «qué hay de lo mío» de toda la vida que, esta vez, nos ha dejado en el borde del abismo. ¡Y que nos quedamos tan panchos, oiga! Porque, qué bien lo de nuestro ascenso, lo de nuestro negocio, lo de la cosecha que se adivina —por cierto, parece que no va a estar muy mal—, lo de nuestro puesto en el partido, lo de nuestro libro… Pero, en cambio, ¡qué mal sigue estando lo de todos!: lo de la sanidad, lo del calentamiento global, lo de las pensiones, lo del vaciamiento de nuestros pueblos, lo de la desigualdad social… Y dicho esto, nos quedamos ahí callados, mirándonos los unos a los otros como si la cosa no fuera con nosotros. 


Precisamente, este lugar desde donde ahora te hablo es la prueba de que nuestra finitud, aparte de ser irremediable, nos terminará igualando a todos. Este silencio que te rodea, tan inmenso como toda la eternidad, es la respuesta implacable y definitiva al ruido de la ostentación, de la mezquindad, de la insolidaridad… Y ahora es cuando tú me dices eso de que hay que disfrutar de la vida, y cuando yo te doy la razón; sobre todo, porque es muy corta, aunque tú me vengas después con lo de tus creencias: lo de la vida eterna y tal, para que a continuación yo termine sonriéndome; porque, la vedad: no he venido hoy hasta aquí para discutir contigo. 


Sé que desde este paraje —o de donde quiera que estés en realidad— ya no me reprochas que no haya sido ni abogado de causas sustanciosas ni ingeniero de obras ostentosas. Ya te has hecho, además, a mi decisión de aceptar ese cargo un tanto impreciso de inspector de las tormentas, de vigilante de la lluvia y de observador de la nieve, siempre que lo haga —faltaría más— con honestidad y bajo el resto de los valores que tú me enseñaste. Hasta me da la impresión de que ahora sí crees que esto pueda tener arreglo, aunque siempre va a depender de nosotros: de lo buenos jefes que aprendamos a ser, lejos de tiranías y de vejaciones; de que nos tomemos los impuestos como la manera más sencilla y justa de revertir en la sociedad parte de lo que ella nos da; de que nos dejemos, de una vez por todas, de espurrear tantos «fitovenenos» por nuestros campos; de que todo desempeño político se rija por su funcionalidad pública, porque el cargo no puede estar a expensas del individuo, sino que el individuo debe ponerse siempre a disposición de la sociedad que lo ha elegido; de que mis artículos y todo lo que escribo esté hecho con verdad, sin impostura y con una clara determinación reflexiva; y de que, aunque antes de actuar miremos de reojo  hacia vosotros, hacia nuestros muertos, lo hagamos todo por nosotros, pero, sobre todo, por quienes han de heredar este mundo.  







Comentarios

Entradas populares