El Saltimbanqui -artículo aparecido en mayo de 2018 en Ideal Sierra Mágina-


Y
o soy de natural triste, como un atardecer, que diría Pessoa disparando versos mientras usa de parapeto el cuerpo imaginario de Alberto Caeiro. Mi madre dice que desde niño se me veía venir: siempre en Babia, siempre en la luna. Aunque sería más preciso decir “siempre entre lunas”, escondido en las tinieblas que preceden a la luna nueva, justo tras el cuarto menguante, en un rincón del recreo de mi autoexilio infantil donde pasar desapercibido y no perderme el más mínimo detalle. Y mientras escribo esto en el salón de mi casa, en Madrid, me estremezco, porque desde entonces llevo cosido al envés de mi sombra el olor a hierba rozada, el tacto de la tierra oreándose las humedades al “solecico” de las tardes de abril en una Mágina intemporal,  pretérita, casi irreal.

         Como era de esperar, esta afición mía por el aislamiento y la invisibilidad no me iba a llevar muy lejos en mis relaciones sociales, por lo que mi presencia no era muy requerida a la hora de hacer equipos para jugar al fútbol. En consecuencia, quien no practica, no aprende. Así que, truncada antes de comenzar mi carrera balompédica, y tal vez como reacción a mi torpeza con ambos pies, fui desarrollando una considerable destreza con las manos desde el mismo momento que tuve en ellas un instrumento de cuerda. Con el tiempo aprendí a conjugar el manejo de la guitarra con mi habilidad de juntaletras, hasta llegar a componer alguna que otra cancioncilla con la que regalarle el oído a todo aquel que se dignara escucharme. A todo esto, mi madre, que andaba con la mosca detrás de la oreja, vino a alarmarse cuando supo de mis aficiones musicales. Sobre todo, tras conocer que el maestro Gijón, director de la banda de música, tenía la intención de enseñarme los secretos del solfeo. “¿Pero tú qué pretendes ser en la vida, un saltimbanqui?”, vociferó furibunda una buena tarde.

Han pasado ya muchos años desde su contundente sentencia sobre músicos, poetas y demás especímenes aledaños al artisteo. Y a la vista queda que más o menos me repuse del zarpazo. Además de que, a día de hoy, mi progenitora se ha convertido en mi más ferviente lectora. Pero nunca he olvidado aquella congoja recorriéndome el cuerpo con su temblor de decepción y desaliento al oírla pronunciar proverbial y despectiva la fatídica palabra: saltimbanqui. 

         Por aquel entonces, los únicos saltimbanquis que yo conocía eran de plástico y descendían dando volteretas por una escalera. Venían de regalo con la compra de un chicle de una conocida marca que solía adquirir en la tienda donde nos proveíamos de nuestro chute diario de azúcar; la misma tienda que con toda probabilidad, y tras haber sufrido la transformación pertinente en supermercado del botellón, nos sobrevivirá. Por eso, durante algún tiempo, aquella frase que de manera tan lapidaria pronunció mi madre, me traía a la mente la imagen de mi cuerpo contorsionado en una figura imposible, mientras cantaba y tocaba la guitarra, a la vez que escribía un poema con los pies o aullaba –como si fuera un aventajado aprendiz de Charlie Rivel- subido a una silla.

Lo cierto es que, cuando mi madre pronunciaba la susodicha palabra de origen italiano, su mente dibujaba, no sin evidente distorsión, los recuerdos infantiles de cierta troupe callejera que durante la posguerra frecuentó todas y cada una de las ferias de los pueblos de Mágina. Recordaba así al trilero y su habilidad con los cubiletes para “esperruchar” a los incautos que se empecinaban en averiguar dónde estaba el garbanzo. Por supuesto al bigotudo fortachón y su pillería para retar a un pulso la vanidad de los más gallitos del lugar. También al prestidigitador de la capa y  el sombrero, cuyos  trucos de cartas lograban casi tanta expectación como los contoneos  de su ayudante femenina.

Pero si ha de ser mi destino el de uno de aquellos “saltabancos”, no me sentiría a disgusto metido en la piel de aquel charlatán de feria capaz de venderte con su labia prodigiosa y efectista la luna misma si hubiera menester. Estoy seguro que los más viejos del lugar recuerdan las “perras gordas” gastadas en su verborrea, como las mejor empleadas de toda la feria. Qué más daba que aquel colgante de hojalata no te curara el reúma o la ojeriza; o que la loción crecepelo no surtiera efecto y a lo sumo te espantara los mosquitos de la cabeza por el mal olor que desprendía. El caso es que allí estaba cada feria, presto a subir de un salto a su banco, desde donde poder otear las almas necesitadas de su charla. Y lo hacía con aquella manera de hablar tan diferente a nuestra llaneza de pueblo, pero a la vez tan familiar y  cercana. Aquel profesional de la sinhueso conocedor del oficio de adular, de convencer, de aliviar y hasta de reconfortar con el solo instrumento de la palabra; esa herramienta capaz de ajustarte el alma con milimétrica precisión, aunque de paso te sacara las perras por un  placebo enfrascado  cuan pretendido bálsamo de Fierabrás.
      
                   
        
        
        
               
          
               

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