Crónicas maginenses —Artículo para Ideal Sierra Mágina, mayo de 2024—

         Si a mi yo de veinte años le dijeran que con el tiempo daría mi ojo menos chungo por un rincón solitario y silencioso, aquel niñato impertinente y sabelotodo cuya actitud su nefasto recuerdo ahora me sonroja, miraría de soslayo a su interlocutor y, torciendo el gesto de la boca en un arrogante ejercicio de distorsión, le espetaría una larga sangría de improperios. Y es que aquel Juan Cano Pereira de entonces no habría andado a la zaga de Felipe de Marichalar y Borbón (el sujeto popularmente conocido por Froilán de todos los antros). Estoy convencido que, de haber coincidido en lugar, tiempo y edad, habríamos cerrado al alimón, y acompañándolo con chupitos de tequila, más de un garito; aquí y en Abu Dhabi si se tercia. Pero esa desfachatez que salía espontáneamente de mi corazón o de mis tripas, y que mi boca nunca reprimía, como más o menos diría en su rimado una pareja de Bukowskis raperos y hermanos criados en el Almanjáyar granadino, se fue arrastrada por el mismo viento que me trajo hasta esta «ineptitud de mis años de madurez», apreciación que le he tomado prestada al escritor búlgaro Giorgi Gospodínov, con quien comparto  un desmedido cariño por «aquella intensidad casi física de la infancia», a pesar de que ambos estamos convencidos de que «el pasado es infértil como una mula» 


Pero no voy a ser ventajista, ni siquiera con aquel engendro mío que, mientras repartía carnés de buenos, malos y regulares, se columpiaba una y otra vez en la ebriedad de su insultante juventud. Es más, la estrategia de la reprimenda generacional no me ha dado fruto en ninguno de mis anteriores artículos publicados en este periódico. Como mucho, he sido obsequiado con una mueca de asco similar a las que, en su tiempo, yo repartía a troche y moche, acompañada de un sonoro «ok, boomer». 


Debería conformarme con que mis artículos y lo que estos respiran (el latido que acompasa mis palabras) prevaleciesen como mi testimonio, mi crónica sobre una época y una tierra, el presente de nuestra Sierra Mágina en la que no deja de aflorar la huella de otros tiempos, el sustrato de la historia de los míos, de los nuestros; el andamiaje sobre el que se asienta lo que somos, incluso lo que no hemos alcanzado a ser.  


 Sin embargo, existe una voz en mi interior, no sé, tal vez la voz de los que ya no están (qué ironía para un agnóstico nacido en Bélmez, ¿no?, escuchar ahora la psicofonía de quienes me precedieron), pero mi conciencia no termina de tragarse ese rumiar, ese bolo alimenticio del llano y simple análisis, o la sola enumeración de los logros y los fracasos que se me hace bola. Al menos, o eso me digo cada vez que delante del portátil me dispongo a escribir esta columna, no debo desistir en darle un cierto plus, un sentido trascendente a lo que escribo sobre y para Sierra Mágina.  

Aquí el autor a sus cinco años, «en la intensidad casi física de la infancia»
El autor con cinco años, en «la intensidad casi física de la infancia»


Claro que, llegado a este párrafo de mi artículo, algunos pensarán que lo que verdaderamente me mueve, incluso me arrastra en su vértigo malsano, es una dosis excesiva de ego puro y duro, de soberbia disfrazada de altruismo barato. Pero es entonces cuando me vienen a la cabeza todas las cosas que fue aprendiendo aquel joven descarado y que terminaron por enderezarle el gesto, no solo de la boca, sino también del alma.  


Algunos de esos saberes, tal vez los más importantes, los fui adquiriendo con el estudio de la filosofía (por cierto, desterrado casi por completo de los actuales planes de enseñanza).  Su disciplina me ha proporcionado un filtro muy eficaz con el cual tamizar todo lo que ocurre en la vida. Y estoy hablando de la auténtica filosofía, esa que decía Kant que no debe ser un tostón y un aburrimiento, sino lo más mundana posible. De hecho, debe ser tres veces mundana: tiene que hablar del mundo, tiene que ser para todo el mundo y tiene que contener un poco de mundo. 


Porque, a propósito de vivir e intentar trascender ayudado por una filosofía mundana, me atrevo a aspirar a un ideal en el que predomine la sabiduría sobre la inteligencia; porque, como dice Javier Gomá, el inteligente conoce bien los medios para conseguir un fin, pero el sabio conoce los fines que merecen la pena y que nos hacen, sobre todo, dignos. Y es que, antes que ser felices, hemos de ser dignos merecedores de la felicidad.  


Dicho esto, le voy a hacer caso a Kane y a la mundanalidad con la que debemos vestir nuestra dignidad como humanos. Una dignidad a la que no quiero que le falte un proceder ingenuo. Pero no me estoy refiriendo a una ingenuidad de pardillo total, sino a una ingenuidad aprendida: una ingenuidad 2.0 que me proporcione la ilusión y las ganas suficientes, el combustible que alimente el motor de mis crónicas maginenses, mientras mis circunstancias, que diría Ortega, e Ideal Sierra Mágina me lo permitan.  





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