Propósito de desenmienda —artículo para Ideal Sierra Mágina, enero 2025—
Dos mil veinticinco, un año más al que le pediremos de todo. Antes que nada, le pediremos que dentro de doce meses no estemos fastidiados por haberse cumplido la rima fácil de su cifra, cosa harto improbable si tenemos en cuenta el panorama que se vislumbra. Las piedrecitas con las que todas las agendas —no solo la veinte treinta— marcan el camino, son premonitorias del dolor de posaderas y de cabeza que este año que empieza nos puede terminar dando; nada de migajas de pan, esparcidas aquí y allí por ingenuos Pulgarcitos, que terminen comiéndose los pájaros de buen agüero, que, aunque pocos, también los hay, aunque sus vuelos no suelan ocupar portadas de periódicos.
Por supuesto que le —nos— vamos a exigir, un año más, esa fuerza de voluntad para hacer o aprender lo de siempre. Es decir, lo que nunca cumplimos: hacer deporte, aprender inglés, bailar bachata… Propósitos que, como siempre, incumpliremos un cuarto de hora después de este nuevo comienzo con viejo final. Os aseguro que esta es una ley no escrita (no sé si de la lógica o de la física) que siempre termina cumpliéndose por incumplimiento.
Y, por último, al menos entre las mujeres y hombres de buena voluntad, probablemente surja el tácito propósito de intentar ser mejores, así dicho con todas las letras, con toda su genérica indefinición. Porque, ¿qué es «ser mejores»?, ¿qué hay que hacer para ello?, ¿dónde está la lista en la que hay que apuntarse para no cagarla más?
Habrá quien, con buena intención siempre, se proponga escuchar a todos, reflexionar sobre lo que les oye y lee a unos y a otros, para contemporizar después tan panchamente desde su acomodada equidistancia y decir que todas las opiniones cuentan. Pues nones, yo no me subo a ese burro disfrazado de falsa mansedumbre, aunque me lleve las coces de unos y otros, empollinados en sus estercoladas ideas. Ya sabéis que sigo a pie juntillas lo que decía el profesor José Antonio Marina: todo el mundo es libre de expresar sus opiniones, pero no todas las ideas son respetables. Y puede que sí, que todas las opiniones cuenten, aunque algunas solo lo hagan para demostrar la bajeza humana y moral de sus autores.
También estarán, por supuesto, quienes se apoyen en sus creencias religiosas para establecer su catálogo aspiracional de cara a un nuevo año. Así, quienes profesan la fe católica harán del propósito de enmienda la piedra angular en la que apuntalar sus intereses y objetivos. No hace falta andar diariamente arrodillado en el confesionario, aunque sí el haber sido un catequista con buena memoria, para recordar que los requisitos necesarios de la confesión católica son el examen de conciencia, el dolor de los pecados, el propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
Antes de que se me tilde de herético (no sería la primera vez), y, eso sí, con todo el respeto a las creencias religiosas de cada cual, me voy a tomar la licencia de servirme de lo anterior para establecer mi hipótesis. De manera que, en los últimos días del año anterior, esas mujeres y hombres que pretendemos afrontar el nuevo año con buena voluntad habremos realizado nuestro correspondiente examen de conciencia respecto a lo hecho y a lo omitido durante los 365 días anteriores a este momento. Hay que advertir que la calidad de ese examen siempre va a estar supeditada al nivel de autocrítica que seamos capaces de aplicarnos. Yo aquí aconsejaría situarnos en un punto medio: ni demasiada exigencia ni excesiva autocomplacencia. Aunque el dolor de lo pecado (de lo mal hecho) debe ser sincero si es que hay verdadera intención de cambio. Es decir, el llamado propósito de enmienda debe ser una resolución firme de no volver a hacer las cosas igual, de no ofender a Dios (a mí mismo, en el caso del agnóstico que aquí escribe).
Es en esa reflexión encaminada al propósito de enmienda en la que, paradójicamente, me vengo encontrando con ciertas premisas que forman parte de mis más hondas convicciones desde hace ya muchos años, las cuales, no solo no tengo la intención de cambiar, sino que, a pesar de los inconvenientes y sinsabores que terminan ocasionándome, no infieren en mí el más mínimo signo de arrepentimiento. De ahí que, junto a la columna del debe, es decir, del propósito de enmienda, hace años que relleno otra, la del haber, la del refuerzo, la de la insistencia, a la que titularé como «propósito de desenmienda».
Estoy convencido de que el Jesús en el que creí alguna vez no solo le habría dicho a María Magdalena «vete y no peques más» (Juan. 8,11), sino que, a continuación, le habría hablado con la misma fuerza e insistencia de que no dejara de hacer todo lo que, a pesar de las críticas, del ruido, de la caústica virulencia de las voces que pretendían enmendarle la plana, estaba haciendo bien. Por eso, para este dos mil veinticinco os deseo, sobre todo, que se os siga cumpliendo vuestro propósito de desenmienda.
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