Extrategia de máximos —artículo para Ideal Sierra Mágina, mayo de 2025—
Creo que la actitud más dañina que puede adoptarse en cualquier ámbito, no solo en el de los negocios o en el de la política, sino el de la vida en general, es la llamada «estrategia de máximos». En mi mente, esta expresión siempre aparece asociada a palabras como oscuridad, cerrazón e intransigencia, sobre todo si esos máximos son tomados como condiciones sine qua non; como el burro del que no estamos dispuestos a bajarnos y, menos aún, si hemos llenado el serón de ultimátums e infranqueables líneas rojas.
Por desgracia, esta estrategia que, en cierto sentido, resulta lógica y razonable en cualquier negociación, se ha retorcido de tal modo que, salvo excepciones, el actor que pide «ese todo» quiere «ese todo y nada menos de ese todo», por lo que termina rompiendo los ramales casi antes de que la otra parte haya siquiera abierto la boca. Es como si de partida se fuera a negociar como quien va a la guerra, subido a ese burro que decía antes, con las orejeras puestas —en la cabeza de dicho negociador, no en la del burro—, dispuesto a romperlo todo a la más mínima señal.
Luego hubo un tiempo, tal vez no muy lejano, del cual no tuvimos conciencia, porque estábamos ocupados en otras cosas (en lo malos que son los árbitros del fútbol español, en lo caros que se están poniendo los huevos o en que no llueva en Sierra Mágina todo lo que sería menester) en el que se desvirtuó este arte de la negociación, que siempre fue tan maquiavélico, porque algunos —los más fuertes siempre— decidieron cambiarlo por la mera imposición de sus condiciones; como si hubiésemos regresado al paraíso de la extorsión, allá por los años treinta del siglo XX; como si viviéramos en una película de Humphrey Bogart, pero sin él: sin su sex appeal de feo bajito ni la sentenciosa agudeza de los diálogos que le escribían; como si en la audición de Casablanca hubieran escogido para el papel de Rick Blaine a un Ronald Reagan en horas bajas; es decir, a un actor mediocre venido a menos, incapaz no ya de transmitir, sino tan siquiera de disimular.
Ya dije al principio que, esta insana práctica, esta manera viciada y viciosa de relacionarse con el prójimo no es exclusiva de la política, pero sí que, por desgracia, las diferencias políticas han terminado por llenar con su alquitrán de las malas artes y sus piedras de la intransigencia todas las posibles vías de comunicación y entendimiento humanos. Como ejemplo de ello, no hay más que leer algunas reacciones hipócritas, incluso mezquinas, de ciertos individuos que se llaman a sí mismo escritores, ante la muerte de Mario Vargas Llosa, el último de los grandes escritores del siglo pasado en lengua castellana, porque, según estas lumbreras de la literatura, las ideas conservadoras e incluso reprobables en algunos asuntos del premio Nobel de literatura, eclipsaban todo lo bueno que hubiera escrito o dicho. Porque estas lumbreras de la literatura y del pensamiento hablan de Vargas Llosa y lo leen subidos a su estrategia de máximos, con sus irrenunciables premisas, con su intransigencia emborronando su propia percepción, privándose así de disfrutar, no solo de la excelencia de sus obras (La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo…), sino del enriquecimiento que supondría para el propio pensamiento, si hubieran abierto su mente y prestado atención sobre un punto de vista diferente al de ellos, pero para nada execrable, como el que don Mario exponía en sus artículos y ensayos.
Si centramos nuestra reflexión en los asuntos estrictamente políticos, en los clásicos tira y afloja que suelen darse en este tipo de negociaciones, no tarda ni un segundo en aparecer un actor de la cosa en cuestión, es decir, un político que ponga sobre la mesa el libro de Nicolás Maquiavelo, El príncipe, que, a pesar de haber sido escrito en 1532, no ha dejado nunca de ser revisitado, precisamente por la vigencia intemporal de la mayoría de sus predicados, pero sobre todo porque, después del sexo —o puede que cosido a este en un único e inseparable lote—, el poder es el sumun —lo más PEC, que diría un joven— de la codicia humana de ayer, hoy, mañana y siempre.
Efectivamente, el filósofo florentino aborda en su famoso libro la idea de maximizar el poder, aunque en lugar de apostarlo todo a una «estrategia de máximos» literal, su enfoque se centra en cómo un príncipe, es decir, un político, un magnate, un poderoso o alguien que pretende serlo debe actuar para asegurar y mantener su, valga la redundancia, poderío, incluso si eso implica acciones consideradas crueles o inmorales en el sentido tradicional.
O lo que es lo mismo: para Maquiavelo, la principal preocupación de un gobernante es mantener el poder, y para ello, puede ser necesario emplear cualquier medio, incluyendo la fuerza o la astucia. Como, de hecho, es considerado astuto aquello de pedir el todo en el comienzo de una negociación, para así, al finalizar esta, sentirse satisfecho con lo alcanzado, ya que, probablemente, termine pareciéndose bastante, o al menos lo suficiente, a lo que se pretendía.
Comentarios
Publicar un comentario