Días de rabia y bronca —artículo para Ideal Sierra Mágina, junio de 2025—
Mi natural pesimismo, ese nubarrón oscuro que encuentro cada mañana merodeándome la azotea; esa desazón que me devuelve el espejo enredando en mi cabeza y enmarañando mis ideas; esa mala jindama matutina— o mala jindamá, que de las dos maneras lo decimos en Sierra Mágina— que sufren quienes me rodean, por desgracia, va camino de quedarse a vivir conmigo durante todo el día.
Y es que ni con un abundante baño de optimismo, seguido de su correspondiente café bien cargado de energía positiva, consigo darle boleto a mi mala follá, tal vez porque, lo que yo creía un defecto de fábrica personal e intransferible, se ha convertido en una pandemia más virulenta aún que la del COVID. Ni siquiera tienes que andar buceando en las redes sociales para intoxicarte con vídeos-provocación de buleros de la desinformación. Solo con encender la televisión y escoger un canal al azar —público, privado o mediopensionista—, descubrirás que nos hemos quedado enganchados en un peligroso bucle a un nefasto día de la marmota donde todo es rabia y bronca.
Alguien dirá que un apagón, seguido de un robo de cable y rematado con un antepenúltimo puesto en Eurovisión no es para menos —por cierto, un abrazo a nuestro paisano Alberto Lorite desde esta columna—, sin caer en la cuenta de que en esta dinámica actual de la política española cualquier suceso grande, pequeño o insignificante nos basta para prender la mecha de la rabia que haga explotar el petardo de la bronca diaria. Porque la cosa ya no va solo de Tik Tokers de tres al cuarto, gacetilleros de medio pelo o reputados periodistas que se calientan en los matinales para no dejarse hablar, escuchar o ambas cosas a la vez. Y es que los días de rabia y bronca hace tiempo que también sentaron su nefasta cátedra de chichinabo en los estrados de las instituciones —léase Senado, Congreso o Parlamentos autonómicos—.
A consecuencia de esta deriva, se me ha quedado a vivir en la boca del estómago una mala leche crónica para la que me he prescrito mucho amor y conversación con los amigos. Aunque, como diría el ``` hombre mágico´ de `La Revuelta: «niños, a la cama, que ya es hora; y no se os ocurra automedicarse, ni mucho menos no leer el prospecto», ya que, si tenemos en cuenta las contraindicaciones, nos encontramos con que la ingesta de «buenrollismo» no evita la desafección y la apatía general a la que lleva el hartazgo de la «política de casquería» como tan bien lo ha definido el presidente Sánchez, aunque no por ello deje de practicarla él también.
Estamos en un momento crítico para la política bien entendida como la cosa del servicio público, no solo porque «mis amigos los neoliberales» y demás detractores de un Estado fuerte del bienestar estén bombardeando insistentemente su línea de flotación, que también, sino porque los buenos políticos, que los hay, están a punto de extinguirse como los dinosaurios o, como poco, convertirse en irreales seres de luz o unicornios azules.
Decía Bernard Shaw (porque este escritor y dramaturgo irlandés lo clavaba siempre, y por algo le dieron el premio Nobel) que «el odio es la venganza de un cobarde intimidado». Luego habría que extirpar de raíz el cáncer de la rabia para evitar su metástasis hecha bronca. Pero, fuera de ingenuidades, no es algo que se pueda curar de pronto, sino que necesitará de mucha inmunoterapia contra el odio, bajando los decibelios, parándose a escuchar al contrario y discutiendo de manera civilizada.
Si no os convence Shaw y su teoría, se me ocurre indagar en la historia de alguien que nos dejó hace pocos días, cuya vida es un ejemplo en la práctica de ambas cosas: del odio y la venganza primero, y del diálogo sosegado y la pacífica confrontación después. Me refiero a José Mujica, «el Pepe».
En una primera parte de su vida adulta, Mujica fue el guerrillero Facundo de los Tupamaros que, aunque se definían como una «organización armada amable», dando golpes imaginativos, violentos pero lo menos violentos que pudieran ser, no dejaban de ser un grupo armado.
Después, cuando lo capturaron, fue rehén, permaneciendo en la cárcel durante doce años. Dos de esos años, lo trataron peor que a las alimañas, metido en el fondo de un aljibe, sin luz y sin poder apenas moverse.
Una vez derrocada la dictadura militar, fue amnistiado e ingresó en la alianza de izquierdas Frente Amplio con la que llegó a ser diputado, ministro de agricultura y, por último, presidente de Uruguay, en cuyo mandato bajó el desempleo, subió los salarios, pero no pudo reformar el sistema educativo. Aunque su medida más conocida fue la legalización de la marihuana: «el consumo de cannabis no es lo más preocupante, el problema real es el tráfico de drogas», dijo entonces.
Pero el que más huella de todos los Pepes Mujica nos ha dejado es el viejo filósofo de sus últimos años: esa persona resultante de todo lo malo y bueno que fue en su experiencia de vida anterior; ese abuelo de aspecto bonachón que decía cosas que otros no decían o que habían dejado de decir mucho tiempo antes de estos días de rabia y bronca.
Comentarios
Publicar un comentario