Hermano

Q
ué difícil me resulta, hermano –que así te llamaba, porque así te sentía- distinguir tu figura en mitad de esta terrible tormenta, que tanto duele, pero también alivia. Quizá en este preciso instante, todo se retuerza y se deforme en mis ojos anegados por el llanto, aunque no haya dejado de palpar ni percibir esa esencia tuya que se me pegó al músculo, al hueso, a los sentidos: tus palabras, tus consejos, tu ejemplo, tu aliento… ¡Ay, tu aliento!
         Suelo decirlo, que la vida es como una canción a medio hacer; siempre le andamos dando vueltas  al estribillo o al final de esa estrofa y de repente, ya sea de forma evidente o inesperada, la música se apaga. Y entonces me pregunto: ¿cómo seguía aquella canción tuya?, ¿aquella composición  que tanto nos recordaba a Serrat?, ¿aquella que te daba cierto pudor cantar aunque te lo pidiera tu hermana?
         Limpio mis lágrimas para vernos de nuevo, frente a frente, por primera vez. ¿Recuerdas? Tu hermana y yo habíamos comenzado a salir apenas unas semanas antes de agosto. Todo era reciente, oficioso y semiclandestino, hasta que una madrugada de las Fiestas me encontraste esperándola para ir a la vaquilla, sentado en las escaleras del pasillo de casa de tus padres. No sé lo que hablarías con Amparo, pero ahora tengo la certeza absoluta, que en aquel preciso instante comenzamos a ser hermanos. Porque tú, Jose, eras así; era tan fácil llegar a ti, era tan fácil encontrarte: tú siempre estabas. Para mí, que la mayor parte de mi tiempo he sido un tipo triste y gris, fue toda una revelación descubrir la grandeza de las cosas sencillas y todo un reto aprender de ti a desenredar mis oscuridades. Y aunque te hayas ido sin que te lo dijera, quiero gritarle al mundo, que si ahora soy más humano, más cercano, tú –como toda tu/mi familia- tienes gran parte de culpa.

         También, como no, estuvo la música, que siempre ha sido la muleta imprescindible para este lisiado en relaciones sociales. Fue una guitarra lo primero que tu hermana y yo nos tuvimos entre manos; fue un “¡maestro, toque Amparito Roca!”, las primeras palabras que me atreví a decirle a tu padre durante un concierto de la banda de música, en una romería de Belmez; fue quizá, una interpretación tuya de “Andaluces de Jaén” cuando yo tenía doce años, la que me metió la fiebre por aprender a tocar la guitarra. Por eso sé con certeza que no fue la providencia ni la casualidad, sino la música, la que de alguna manera cruzó nuestras vidas. Pero me lo dice tu padre siempre, que no todo es música en la vida. De hecho –quién me iba a decir- no he vuelto a coger una guitarra desde que caíste enfermo, aunque siempre llevaré en mi corazón la última vez que cantamos juntos –cómo no- por Serrat.
         Es curioso, pero lo que me parecía difícil al principio, con tan solo pensar en ti, se vuelve sencillo y natural, como tú; todo se vuelve como tú, porque todo se impregna de ti en estos aciagos días de tormenta. Y lo que comenzó en la oscuridad de mi alma retorcida y dolorida, consigues, hermano –repito, que así te llamaba, porque así te sentía- que termine en una celebración: la de tu recuerdo, la de tu memoria, que siempre estará en nuestros corazones y en los de quienes te conocieron; pero también, gracias a todo lo aprendido junto a ti, en la memoria de quienes no te conocían y se acerquen hoy un poco a ti a través de mis palabras.   
        
        
          
                
          

         

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