A vueltas con las olivas (artículo publicado en Ideal Sierra Mágina de febrero de 2018)
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Vueltas con mis lecturas –como ya tengo por
costumbre en esta columna-, y precisamente ahora que nos encontramos en las
postrimerías de la presente campaña de la recolección de la aceituna, existe un
libro titulado Las rutas del olivo.
Masaru en el olivar, con el que el escritor arjonero Juan Eslava Galán tuvo
a bien, allá por el año 2000, ponernos a cavilar sobre la misma esencia del ser
y el devenir económico y cultural de nuestros pueblos. A través de un ameno y
didáctico viaje de un ejecutivo japonés, el curioso y preguntón Masaru, realiza
un recorrido por más de cien pueblos jiennenses y aceituneros, entre los que,
por supuesto, están todos y cada uno de los municipios que componen nuestra
singular comarca en las “montañas azules”
de Sierra Mágina, así bautizada por Fernando III, el Santo, ya que “en el melodioso esdrújulo Mágina, el rey
rubio y mozo que bajaba de la Castilla áspera y seca quiso seguramente encerrar
muchas cosas dispares y sin embargo complementarias”; todas esas cualidades
que tan bien conocemos quienes aquí hemos tenido la suerte de nacer, pero que
nunca nombramos, recelosos de que nos las puedan robar. En las páginas de este
libro, el entrañable Masaru Saito va
pellizcando a través de sus agudas preguntas nuestras conciencias de olivareros
maginenses -ya seamos practicantes, mediopensionistas o libre pensantes-, hasta
dejarnos delante de la encrucijada en la que actualmente se encuentra nuestro
particular árbol de la vida: cantidad o calidad; he aquí el dilema.
Precisamente cuando la
Diputación de Jaén abandera la propuesta para que la cantidad, ese “mar de
olivos” del que tanto nos gusta presumir sea reconocido el próximo año 2019 por
la Unesco como Paisaje Cultural del Olivar y Patrimonio Mundial de la Humanidad,
deberíamos pararnos a analizar cuáles son las premisas que pueden hacer a
nuestra provincia y a nuestros pueblos líderes de una vez por todas en el
sector, en cuanto a la calidad de los aceites, una vez ha quedado claro, que
nuestro bosque humano de 66 millones de árboles es el olivar más grande del
mundo.
Ya sé, me diréis que nada nuevo
a este lado del Guadalquivir, que hay cooperativas que ya están haciendo un
gran trabajo en este sentido. Cosecha tras cosecha nos movemos en unos
parámetros tan espectaculares de aceite
de oliva virgen extra, que el rey de los aceites ya tiene su acrónico –AOVE-
con el que mover con más soltura nuestro producto en el cambiante mundo de la
comunicación y las redes sociales. Centrándonos en Sierra Mágina, nuestros
aoves Aceite Oro de Cánava de Jimena
y Melgarejo de Pegalajar han sido
reconocidos recientemente con la distinción Jaén
Selección 2018. Afortunadamente, algunos ya están en el camino.
Cuando acercamos la mirada
hasta nuestros olivareros y sus parcelas y nuestras cooperativas y nuestros
pueblos –salvo honrosas excepciones, todo sea dicho-, inmediatamente nos damos
cuenta de que seguimos como hace casi cien años, haciendo la guerra por nuestra
cuenta, dándole más valor a la producción que a la comercialización, a las
pesadas garrafas de 5 litros que a las manejables y comerciales de 1 litro, y
lo de vender on line, que nos da
salpullidos… Además, seguimos teniendo miedo a que comience la campaña y la bodega
aún no esté vacía y entonces malvendemos a los italianos –bien directamente o a
través de intermediarios- cisternas y cisternas de aceite, para quejarnos luego
de que venden nuestro aceite como propio y que no hay estabilidad en los
precios.
Este océano verde que ahora
pretendemos que nos declaren Patrimonio Mundial de la Humanidad -¡ojalá que así
sea!- no existía a principios del siglo XIX, porque las olivas –como decimos en
Jaén- que griegos y fenicios nos trajeron desde el Mediterráneo oriental, que
los romanos nos enseñaron a mimar y los musulmanes conservaron, fueron
relegadas y casi extinguidas por los colonos cristianos que llegaron del norte
con sus cereales, sus vides y su ganado. Fueron nuestros bisabuelos, a quienes
después siguieron nuestros abuelos y a estos nosotros junto a nuestros padres,
quienes tuvieron el valor y la osadía de repoblar de olivas estas abruptas y
escarpadas tierras de Sierra Mágina, porque el olivo es la nobleza y la
generosidad hecha árbol, que dice Eslava Galán, o el primero de los árboles,
que dijo el hispano-romano y gaditano
Columela, pues su cultivo necesita poco cuidado; o como decimos por
Mágina, es un árbol agradecido.
Quizá ahora toque que nuestras
cooperativas –pequeñas o medianas, nada pretenciosas o con ambición, como la
diversidad de nuestros pueblos- dejen de mirarse el ombligo, dejen de ser como reinos
de taifas que van haciendo la guerra por su cuenta y levanten la cabeza y miren
a su entorno, a su vecino que lo está haciendo muy bien, para copiarlo, o como
se diría en términos de marketing, para hacer benchmarking. Hay que dar un paso adelante y llenar nuestras
cooperativas de químicos que hagan nuestro aceite, no sobresaliente, sino
superior. Poner además a su cargo a gerentes profesionales. Salir de nuestros
quehaceres de agricultor y ponernos a vender sin intermediarios, con
comerciales propios, de nuestra casa. Trabajar en definitiva para convertir
nuestro aceite –nuestra sangre, nuestro ADN- en el signo, en la marca de
nuestra identidad cultural.
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