Mi amigo -artículo publicado en Ideal Sierra Mágina, marzo de 2018-


T
engo un amigo que suele acercarse a estas páginas cuando escribo, aunque nunca lo dice. Me consta que, cada primero de mes, en una de las dos entidades bancarias que hay en el pueblo -concretamente en esa que ya solo abre un día sí y otro no-, cuando se pasa a poner la libreta al corriente, si se topa con mi nombre en este periódico, se lleva un ejemplar para casa. Y no es que lo haga porque tenga devoción a mis artículos, sino por todo lo contrario: no soporta esa visión idealizada en la que envuelvo mis escritos, mientras se me llena la boca de Sierra Mágina. Ya en casa, una vez comprobado que nadie le observa, busca mi fotografía en la esquina superior derecha y comienza a leer. Entonces, cada palabra, cada frase mía, es un mohín de desaprobación, entre tanto le va espetando a mi imagen: “aquí quisiera verte viviendo, amigo Juan, a ver si entonces seguías viéndolo todo color cielo azul”.

Mi amigo, que nunca se queja, sufre en silencio esta reclusión de 365 días al año -salvo, faltaría más, la preceptiva semanita de agosto en Roquetas-. Y es que un año da para que el cielo -y también el ánimo- recorran unas cuantas veces toda la paleta cromática. Claro que, mi amigo, que anda muy ocupado mirándose el ombligo, no ha caído en que esa misma sensación claustrofóbica que él tiene en Bélmez de la Moraleda, que esa misma inquietud, la está teniendo a su vez un individuo en Madrid, en Lisboa o en Nueva York, pues todos esos sentimientos, tan humanos por lo corrientes, no son más que la sintomatología de nuestro libre albedrío. Esa es la angustia, el desamparo, y hasta la desesperación de la libertad humana, que diría Sartre.   



Desde la privilegiada perspectiva del sillón de su salón, mi amigo, erre que erre, con la cabeza amorrada y bien asido a una almaina imaginaria, va repartiendo mandobles a diestro y siniestro, no solo a  lo que él llama -porque alguien me lo ha chivado- mis postales trucadas de Sierra Mágina, sino que, critica por sistema a todo aquel que decida dar un paso al frente y tener una iniciativa o proponga una idea, una acción -ya sea oficial u oficiosa- que mire con ojos de futuro y ánimo de cielo azul esta tierra.
Como ya habrán adivinado a estas alturas, queridos lectores maginenses, mi amigo es el típico malasombra o malafollá. Ese tipo socarrón y con mala baba que le saca punta a todo, porque absolutamente de todo tiene una opinión y, lo que es peor, para todo tiene una solución, aunque, claro está, dicha solución jamás irá más allá de la sobremesa en la comida familiar de los domingos o de la “ligaílla” con los compañeros de tajo en el Hogar del jubilado.
Me ha dicho un conocido, que mi amigo, el de la mala jindama, está últimamente preocupado por un tema de manera especial. Según parece, ha caído en sus manos una gráfica en la que se refleja el alarmante decrecimiento que nuestro pueblo ha venido sufriendo durante los últimos años. El caso es que, mirar esa curva picando hacia los abismos, le ha producido tal vértigo, que hasta le ha hecho perder el equilibrio y puede que también la razón, pues una vez recuperado el ser, ha urdido una peregrina teoría al respecto, que inmediatamente se ha apresurado a contar a sus contertulios del bar: la causa de la “mala racha demográfica” que nos aqueja está en la flauta del afilador, por lo que nuestra galopante despoblación se vería atajada si se le prohibiera a chatarreros, afiladores y “gobernaores” de ollas y demás utensilios domésticos, que se acerquen hasta el casco urbano tocando su música de mal agüero.

Hace tiempo que no me sorprenden para nada las elucubraciones mentales de mi amigo. Pero en esta ocasión, sin pretenderlo, ha sido el catalizador de una de esas postales maginenses mías, pues me ha recordado aquel afilador gallego de edad incierta que durante décadas sacó filo a cuchillos y tijeras por la geografía de los pueblos de nuestra comarca. Lo estoy viendo con su boina negra, con su ropa negra, con su delantal negro de cuero, con sus manos ennegrecidas en la rueda de fuegos de artificio que se formaba a fuerza de rozar los cuchillos contra la piedra de agua. Viajaba por nuestros pueblos con su bicicleta mágica, aquella que al darle la vuelta se convertía en un diabólico cachivache que escupía chispas y chillaba como un cerdo a punto de ser degollado, al pasarle las tijeras por su lomo pétreo y circular. Un día me enteré, que aquel hombre menudo y de pocas palabras, al que siempre imaginaba como protagonista de un sinfín de aventuras desde su Galicia hasta nuestra Mágina, había decidido mudarse con toda su familia al pueblo de al lado. Así que, amigo mío, por si estás leyendo a escondidas una vez más mi postal, aquí te dejo la historia del gris afilador que llegó del norte tocando su triste siringa. Aquel a quien el ánimo se le volvió de cielo azul; del cielo azul de Sierra Mágina.

    

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