Como el último habitante del planeta -Ideal Sierra Mágina, octubre de 2018-

Anoche tuve un sueño. Caminaba descalzo por las calles solitarias de mi pueblo. Bajo mis pies, un tacto acolchado y confortable, como si levitara varios palmos sobre el suelo o anduviera sobre unas aparatosas calzas hechas de hierba, de  una hierba tupida e invisible. Tenía la sensación extraña y familiar a la vez de sentirme el último habitante del planeta. 

 Sé que era el futuro, aunque no sabría deciros el porqué. Tal vez por la luz del mediodía y el fuerte aroma de las higueras que lo impregnaba todo. Y mientras disfrutaba en las alturas de mi ingrávido paseo, pensaba: ¿a qué esta sensación tan placentera?, ¿por qué me puede hacer feliz ser o sentirme el último ser en esta Tierra?... ¿así será el futuro que me espera?... ¿tal vez un nirvana tibio de olorosos higos dorados por el sol?... 

Entonces, me despertó sobresaltado un presentimiento, e inmediatamente di un salto de la cama para buscar en mi portátil las fotos que había tomado por el pueblo durante estas vacacionesallí estaba, calle tras calle, rincón tras rincón, el recorrido de mi sueño.  

Antes os pondré en antecedentes: cada dos años tengo la costumbre de hacerle un hueco en mi equipaje a la cámara fotográfica con el propósito, un tanto peregrino, de hacerme con un archivo histórico sobre la representación de los Moros y Cristianos que se hace en Bélmez durante las fiestas de agosto. Al menos, eso es lo que  voy contándole a todo el mundo. En realidad, no tengo muy claro que ese sea el motivo, que también. La cuestión está en que, en esta ocasión, una vez concluidas las fiestas, he seguido teniendo una inexplicable necesidad de fotografiar, no tanto a personas o a objetos concretos, sino a las calles y plazuelas; esos detalles que se esconden en sus esquinas y en sus rincones, que a simple vista no vemos, pero que terminan por aparecer una vez congelado el momento preciso en el encuadre de nuestra instantánea.  

Así que cámara en ristre me encaminé, no ya por las calles de todos los días, sino precisamente por aquellas que tanto añoro y que, tras invocar a los dioses del recuerdo y a los héroes de la memoria, terminan apareciendo reflejadas en mis escritos tras una neblina de irrealidad y fantasía, como si se trataran de una de las caras de María. Mientras disparaba mi objetivo, iba haciendo memoria a la vez que me sorprendía por la revelación misma del instante: hacía más de treinta años que no pisaba por la mayoría de ellas. 
La primera, el Callejón, laberinto que fue de mis juegos infantiles; también escenario de mis primeros e ingenuos escarceos, pero sobre todo lo recuerdo como un fuerte del Far West dondedurante las semanas anteriores a San Antón, horca en mano y cara de perro perfectamente ensayada, custodiábamos los zarzales cada tarde al salir de la escuela. 

Proseguí después por la calle María Gómez, pero en sentido contrario a la casa de las caras, no por eludir el rincón más fotografiado de este pueblo, sino por huir de sentimientos encontrados junto a mi casa natal. Doblé entonces por la calle Gargantón, tal vez la más original de las calles de Bélmez, con sus dos alturas de casas: a ras, las de la derecha, y elevadas en un montículo, las de la izquierda; como original solución a los obstáculos orográficos que se les fueron presentando a quienes decidieron asentar precisamente aquí un pueblo. 

Y llegué a las Eras, y aunque hice una foto de su plaza con el gentío del mediodía, preferí los rincones que iban descubriendo sus callejas a uno y otro lado: la de las Flores, el camino del Paso… hasta que me adentré en las Cuevas por una calle que ahora se llama Pablo Picasso, como si con ello se nos previniera de cierta cadencia cubista en las formas de sus casas. Pero sobre todo, allí estaba la casa de los pinos, a cuya sombra tantas confidencias compartí con uno de sus moradoresmi amigo Antonio.  

Precisamente delante de esta foto, mientras me lamentaba de la tala sufrida con el tiempo en el pinar circundantecomprendí la epifanía de mi sueño de la noche anterior. Vi entonces con claridad,  que tenemos que salir de los recorridos rutinarios, anodinos, casi mecánicos del bullir de nuestros pueblos. Hay que huir, abandonar lo manido y gastado, y buscar nuevas solucionesAunque es sano y hasta recomendable que sepamos de dónde venimos y quiénes fuimos, no podemos caer en la añoranza de un pasado con sus cosas malas y buenas que jamás regresarán, porque debemos mirar nuestros pueblos desde esas otras perspectivas que nos llegan desde la periferia, desde el detalle más nimio, desde  el rincón más recóndito, desde la más humilde de las calles, desde la más sencilla de las propuestas.  

Por ejemplo, propongo que nos acerquemos hasta Bedmar, no por la frondosidad del adelfal, sino bajando por el castillo viejo; sugiero una mirada nueva y diferente de Huelma dejándonos caer de la plaza Nueva por sus calles empinadas; planteo una perspectiva de Pegalajar que no se centre en su charca-corazón del pueblo, sino que se detenga minuciosamente en el recorrido de las diferentes arterias-acequias que la implementan con sus aguas cristalinas desde los numerosos pozos que conforman su geografía, hasta que encontremos el camino que nos lleve levitando hasta el futuro de Mágina, donde parece ser que siempre es mediodía y el olor de las higueras lo impregna todo, para hacernos sentir como si fuéramos ese último habitante en el planeta. 

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