El color de los recuerdos -artículo publicado en Ideal Sierra Mágina, enero de 2019-


¿Alguna vez os habéis planteado de qué color son los recuerdos? Porque sabemos que la Navidad en el pueblo, en casa de la abuela, olía a matalahúva y sabía a «mantecao pobre», pero… ¿qué color tiene en nuestra memoria aquel recuerdo?… ¿tal vez sea de tonos oscuros más bien tirando a negros porque la abuela estuvo media vida de luto?… ¿y el resto de los recuerdos?, ¿también están circunscritos a una gama de grises como si se tratara de un dibujo a carboncillo?… Por mucho que nos concentremos, aunque apretemos los ojos para intentar retener el olor y el sabor, no alcanzamos a recordar el puñetero color de aquella estampa con la bandeja de dulces y la botella de «La Castellana» sobre la mesa de camilla, mientras nos peleábamos con nuestros primos y hermanos por conseguir uno de los escasos polvorones que la abuela había sembrado estratégicamente entre el resto de dulces caseros. Todo se difumina en un plano borroso donde se pierden los detalles de las manos, de las caras, de los gestos, aunque todavía nos llegue la cola del regusto arenoso de los dulces, mientras un tufo a cisco mezclado con anís hace regresar en el tiempo su voz poderosa de matriarca elevada a la enésima potencia.

Yo doy por hecho que a todo el mundo le ocurre lo mismo que a mí, cuando probablemente, el único daltónico de los recuerdos que exista en kilómetros a la redonda sea un servidor, y que me venga de ahí esta eterna melancolía marca de la casa. Tal vez sea solo eso, una más de mis obsesiones merodeándome a la hora de las musas, que termina por irrumpir en el centro de esta columna sin estar invitada al convite. Y os diréis: «¿pero qué cosas tan raras tiene?».Y yo responderé: «pues venían con la cabeza», mientras continúo con mi soniquete hasta que la canción me cuadre más o menos.

En busca de esa paleta de colores con la que dibujar la memoria, se me ha ocurrido pedirle ayuda a don Santiago Ramón y Cajal, que para eso fue nobel en medicina, fotógrafo, magnífico dibujante y hasta combatiente en la guerra de Cuba. Y don Santiago, con la condescendencia que debe darle ser un hombre sabio, aparte de esa chulería de matón de pueblo que nunca pudo disimular, me ha señalado en la pizarra unas filigranas delicadas y elegantes con forma triangular, que recién había trazado con tizas de colores. Después, viendo mi cara de bobo, me ha dicho que ese es el dibujo de las neuronas piramidales que él mismo había descubierto, a las que llamaba «las mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental». Me ha parecido tan poético, que he sentido la tentación de decírselo, pero no he querido interrumpirlo.



Me ha contado a continuación, que su empecinamiento tan aragonés por desentrañar lo que esconde el cerebro, tiene que ver tanto con la necesidad de satisfacer su curiosidad científica, como con la búsqueda de su paz espiritual, que son en definitiva patas de la misma mesa, pues de existir el alma, no le cabe ninguna duda de su localización en el cerebro. Entonces he pensado: ¿puede que mis recuerdos no tengan sino el color de mi alma de niño viejo, el tono de mi ser aburrido y algo atormentado?… ¿o puede que todavía me quede un largo trecho hasta descubrir su verdadero color, ese que se esconde tras el aleteo eléctrico de las neuronas que mariposean en mi cabeza?…

He aprovechado el vuelo un tanto sin rumbo de mis pensamientos, para acercarme de nuevo hasta mi infancia. Otra vez he llegado a la casa de la abuela, quien, lendrera en mano, anda ahora rastrillando piojos en mi cabeza con el mismo ahínco o más que yo trato de recordar el color de sus ojos. Y otra vez me encuentro sin apenas hacer esfuerzo con el olor a permetrina del «Zeta-Zeta», capaz no solo de repeler a los ácaros, sino a cualquier bicho viviente. Hasta me parece estar saboreando una magdalena esponjosa como una nube, mientras aguanto de buena manera los tirones en el pelo. Pero en el cuadro que compongo he debido olvidar dónde está la caja de colores «Alpino», aquella del cervatillo saltarín. En la mesa sigue habiendo muchos recuerdos esparcidos por aquí y por allí, con el desorden y la despreocupación propia de un niño, aunque al lado del bloc de dibujo, solo hay un lapicero negro y un difumino como únicas herramientas.

No, sé que no desfalleceré en mi empeño. Seguiré buscándole colores a los recuerdos y semblanzas que tengo de mi pueblo y de Sierra Mágina. Y si alguna vez cunde el desánimo y me alcanza el desaliento, volveré a implorar una clase magistral a don Santiago, quien seguro logrará espolear mi entusiasmo, sabiendo que entre sus predilecciones siempre estarán «aquellos discípulos un tanto indómitos, desdeñosos de los primeros lugares, insensibles al estímulo de la vanidad, que, dotados de rica e inquieta fantasía, gastan el sobrante de su actividad en la literatura, el dibujo, la filosofía y todos los deportes del espíritu y del cuerpo. Para quien los sigue de lejos, parece como que se dispersan y se disipan, cuando, en realidad, se encauzan y fortalecen».


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