Los nietos del Pincel -artículo de Ideal Sierra Mágina, febrero de 2019-


Hacernos mayores, eso que era una grosería para quienes crecimos dándonos empelladas al ritmo del «God save the queen» de los Sex Pistols, ha terminado por ser una cuestión ineludible si a estas alturas de la película no hemos vivido lo suficientemente rápido como para dejar un bonito cadáver. Una vez asumido que aquel «no future» ha terminado por ser nuestro presente, parece este un buen momento para hacer balance y comprobar si se han llegado a cumplir todas las expectativas que la vida parecía ofrecernos, o por el contrario nos hemos decepcionado mutuamente: ella a nosotros, siendo una vieja vengativa y cicatera muy lejos de la bella y prometedora joven de antaño; nosotros a la vida, con toda nuestra inconstancia, nuestra abulia y nuestro pesimismo frenando cada atisbo de esperanza que se nos haya presentado para sacarnos de la mediocridad.

Sentirnos maduros es una sensación nada desdeñable si ya le hemos perdido el miedo al espejo, desde donde saludamos cada mañana, muy educados nosotros, las arrugas de la piel y del alma. Por lo demás, será síntoma inequívoco de que hemos aprendido a valorar el tiempo, mientras estiramos sus horas con oficio, aunque sin vocación. Todo ha de ocurrir de manera fluida, sin demasiadas pretensiones, que la vida se rige por reglas mucho más sencillas de lo que podríamos creer en un principio. Al fin y al cabo, lo que cuenta es que siga ocurriendo el portentoso milagro de estar y de ser, y eso sí, sin dejar de disfrutar el camino: cada detalle del paisaje, cada persona conocida y, sobre todo, de uno mismo.

Estando en un banco de la plaza, mientras saboreaba con estas reflexiones mías la tibieza de un día al que no le iba a exigir demasiado, se han sentado a mi lado dos personajes que, bastón en mano, a duras penas logran apuntalar la ruina de sus cuerpos. El sol se ha atrevido a salir de su timidez invernal para chocar mis nudillos con algo más de fuerza de lo que cabría suponerle ahora que apenas ha comenzado el año, lo que termina por contagiar tanto a mis compañeros de banco como a mí, ya que no tardamos ni medio minuto en entablar una conversación amena, fluida; como de amigos de toda la vida.

Bernardo tiene 95 años y es el mayor de los dos, aunque Antonio, su primo y compañero de correrías de cuando eran críos, ya hace tres que también es nonagenario. Sus vidas, que han discurrido por distintas veredas, han venido de nuevo a confluir en esta plaza y en este banco más de ochenta años después, gracias al frágil hilo de la memoria. Vuelve a ser mil novecientos treinta y pocos y vuelven a tener ocho y diez años, mientras un eco antiguo rebota por todas las esquinas de Bélmez: «¡Ahí vienen los nietos del Pincel!».

Hablan y hablan, y cuando lo hacen, el mapa de las arrugas de su cara parece diluirse. Las líneas rectas se quiebran y se vuelven sinuosas para perderse por los atajos que llevan hasta la vega del río, donde un par de zagales disparan con sus hondas, mientras que las cabras, a las que se supone que cuidan, campan a su monte. De pronto, en la otra orilla del Jandulilla, un hombre subido a una burra se dispone a cruzarlo, pero a uno de los dos –ya no recuerdan a quién- se le ocurre que deberían probar su puntería contra el despreocupado jinete.

 En su relato, el Albanchurro -que así le decían al de la burra, pues era oriundo de Albanchez-, se parapeta a duras penas detrás del équido, y los ojos de Bernardo y de Antonio ya no miran turbio ni están cansados, sino que ahora reflejan toda la pillería del mundo concentrada en sus iris, mientras se tronchan literalmente de la risa.
Aunque no todo va a ser mala baba de niños de pueblo en tiempos de guerra, porque sobre todas las cosas eran eso: niños, y como tales, también pecaban de ingenuidad. Como en aquella ocasión en que el abuelo Manuel los mandó con un par de cochinos al campo y una talega llena de peras para la merienda. Cuando llegaron al lugar elegido, les dio sueño y decidieron poner la comida entre los cuerpos de ambos para preservarla de la voracidad de los animales. Al despertar, los cerdos, junto con la fruta, habían desaparecido. Y Ahora, aunque vuelven a reír con las mismas ganas que hace un momento, reconocen las fatigas que pasaron todo un día tirados por esos campos en busca de unos «marranos comeperas».

Tal vez Bernardo y Antonio, sin habérselo planteado, me estén mostrando que el camino en su trazado siempre regresa, porque es de ida y vuelta, y que en su dibujo describe un círculo sin fin que se asemeja a un dragón o a una serpiente devorando su propia cola. Esa serpiente –el uróbolos- a cuya cola deberíamos cogernos fuertemente para no perder ni la orientación ni las proporciones de las cosas; para no perder el sentido de la vida.











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