Tierra de hombres sin tierra -Ideal Sierra Mágina, abril de 2019-
Ya
han pasado unos días desde tu partida. Es más, en este preciso instante en el
que alguien lee esta columna, ya ha pasado un mes. El caso es que, como te
prometí, he cambiado mi tristeza por una sonrisa, así de medio lado, con
chulería, como tú lo hacías siempre.
No fui alumno
tuyo, pero a mí también me hubiera encantado que me enseñaras a doblar el
periódico -nunca he tenido la paciencia suficiente para hacerlo bien-, porque,
si la información es poder, para obtenerla en las condiciones más idóneas, no es
una perogrullada manejar el periódico con soltura, sino un lugar por donde
empezar, ¿no? Recuerdo que, allá por los setenta, cuando mi prima de Huelma me
contó que ese fue el comienzo de una de tus clases de Sociales –Conocimiento
del Medio creo que se llama ahora-, sentí mucha curiosidad a la vez que envidia
por no haber estado allí; aquello sonaba diferente y nada convencional, o así
me lo pareció, teniendo en cuenta que mis clases de Ciencias Sociales se
reducían a ir subrayando en el libro lo que el profesor entendía por
importante, que inexplicablemente terminaba siendo casi todo el texto.
Siempre se le ha
atribuido a Sir Francis Bacon la famosa frase acerca del valor de la
información, pero lo que exactamente dijo el político y filósofo inglés fue que
el conocimiento se obtiene leyendo la letra pequeña del contrato, mientras la
experiencia se adquiere no leyéndola. Llegados a este punto, seguro que tú
habrías echado mano -cómo no- de la dialéctica hegeliana, y habrías puesto a
debatir a la clase: ¿conocimiento o experiencia?
Manuel Miguel
Caparrós Fuentes, aparte de alguna que otra anécdota que al recordarla ahora me
hace sonreír y de que mi primer artículo en un periódico –hace más de treinta
años- se publicó gracias a tu insistencia, tú y yo no éramos íntimos ni
compartimos muchas experiencias dignas de nombrar en tu recuerdo, pero sí que
tuvimos siempre esa complicidad de quienes se sorprenden rebuscando entre los
mismos libros esa frase, esa idea con la que reforzar nuestros empecinamientos.
Y cuando nos encontrábamos, surgía sin más la charla enriquecedora de quienes
se saben dándole vueltas una y otra vez a las mismas cosas. Cada vez que me
rebatías un escrito o un artículo, lo hacías reafirmando tanto convicciones
como métodos –tesis, antítesis, síntesis-, provocando en mí una argumentación
cada vez más sólida, no sé si imbatible, pero sí que más convincente.
Reconozco que, al
principio, esa manera tuya de actuar -eso sí, siempre de cara-, con esa sonrisa
picarona que todo lo cuestionaba, resultaba molesta e irritante. Sin embargo,
con el tiempo, tu comentario se me hizo imprescindible y era lo primero que
buscaba tras cada publicación. Podías no estar de acuerdo conmigo, pero tu
disentir no hacía sino reafirmarme en los motivos que me empujan a escribir:
una búsqueda, un rastreo continuo de mí mismo a través de las cosas que me
mueven y me conmueven, tal vez para nunca llegar a ninguna parte, pero estando
siempre en ello mientras la vida me alcance. Llegado a este punto, sé que tú te
habrías sonreído de nuevo para decirme: «¡eso mismo, Juan!»
Este era nuestro
momento: cuando tú y yo nos encontrábamos en esta «tierra de hombres sin
tierra» que nombrabas en el que fue tu último artículo. Esta accidentada
tierra de Mágina, este lugar donde Jaén se refleja con todos sus defectos y
todas sus virtudes, como en los espejos cóncavos y convexos del Callejón del
Gato que inspiraron a Valle Inclán la sempiterna España puesta en entredicho
por los siglos de los siglos, amén. Entonces, sentados el uno junto al otro,
mientras la tarde se hacía hueco borrando el reflejo del sol en el panzudo lomo
de Cerro Gordo, te lamentabas de estos tiempos inciertos donde lo humano se
difumina en el postureo virtual y la ética sufre el tamizado de un selfi «super-cool».
Pero luego te rebelabas y apelabas al optimismo –«el cardo y la flor»-, porque
mientras hay fe en este hombre hay esperanza en sus acciones, y seguro que
algún día terminamos por hacer buenos los versos de Miguel Hernández y nos
levantamos bravos sobre esta tierra lunares, recién atracados por fin en Ítaca,
tras los incontables naufragios sufridos en el inmenso mar de olivos que nos
vio nacer.
Si hay un tema
con el que tenías una especial sensibilidad, ese era el de la memoria
histórica, y en particular, la memoria histórica de nuestros pueblos de Sierra
Mágina. Un día, uno de mis escritos surgido de una de nuestras conversaciones
al respecto, suscitó tal polémica, que se me amenazaba con denunciarme si no
efectuaba una rectificación o lo retiraba. Obviamente, antes de publicarlo
había contrastado su veracidad, aparte de haberlo escrito con toda la
imparcialidad que me era posible pese a la crueldad e injusticia de los hechos
relatados, por lo que no me amedrenté. Confieso que hubo un momento que
aquellos ataques furibundos empezaron a darme miedo, pero de repente, en mitad
de la tormenta, surgió tu voz alentándome a no achicarme y continuar por ese
camino: el mismo, Manuel Miguel, donde tú y yo nos solíamos encontrar en esta
tierra de hombres sin tierra.
Qué bonito homenaje,a Manuel Miguel,una persona de sólidas y firmes convicciones democráticas.
ResponderEliminarEn verdad era de muy fuertes convicciones para todo. Gracias por tus palabras siempre tan generosas.
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