Deus ex machina -artículo de Ideal Sierra Mágina, junio 2019-


Ahora que Juego de Tronos –aviso, mis reflexiones pueden contener spoliers- ha entrado a formar parte de la nebulosa de los sueños o de las pesadillas, los seguidores de la serie van a tener que replantearse los hábitos adquiridos durante estos años de adicción a las intrigas de los siete reinos. Tanto acero valyrio, tanto veneno de las Islas del mar de Jade y tanto fuego de dragones los ha terminado por convertir en una peligrosa secta que deambula desangelada por las tierras de Poniente, sin causa que temple su corazón, ni profecía a la que agarrarse fuertemente, una vez apagadas las llamas del Señor de la Luz.

Confieso que también caí fascinado por el aurea plateada de Daenerys Targaryen, que sus palabras y actos lograron por momentos liberarme de los mundanos asuntos que me tienen encadenado en esta Bahía de los Esclavos nuestra de cada día. Incluso que, esa fascinación, me condujo al análisis de este particular universo, donde los personajes han ido evolucionando temporada tras temporada a través de los inesperados giros de su trama. Una vez llegado a este punto, concluí que George R.R. Martin había conseguido mezclar en las dosis apropiadas las intrigas palaciegas de «El Príncipe» de Maquiavelo y los juegos de cama de «El Decamerón» de Boccaccio, para dar con la fórmula de su magistral cuento: un cuento que a la postre es un juego; el juego de los tronos.

Maquiavelo, sin embargo, tuvo un modelo de carne y hueso para su príncipe, que no encontró precisamente entre aquellos primus inter pares de las beligerantes ciudades-estado de la península italiana, sino que la inspiración le vino dada por las haciendas y componendas que Fernando e Isabel, nuestros Reyes Católicos, hubieron de realizar para lograr la unión de los reinos y condados que hoy componen nuestra vieja nación. Así, cuando en el capítulo V de «El Príncipe» desentraña de qué modo hay que gobernar las ciudades que, antes de ser ocupadas, se regían por sus propias leyes, establece tres momentos a seguir en el nuevo territorio conquistado: «primero, destruirlo, después, radicarse en él; por último, dejarlo regir por sus leyes, obligarlo a pagar un tributo y establecer un gobierno compuesto por un corto número de personas, para que se encargue de velar por la conquista». Ahí lo tenemos, exactamente el mismo proceder que Daenerys Targaryen de la Tormenta, la que no arde, la rompedora de cadenas, madre de dragones, khaleesi de los dothrakis, reina de los ándalos y los rhoynars y los primeros hombres y señora de los siete reinos. Solo hay una pequeña diferencia en el proceder de sus majestades católicas, y es que, en lugar de someter a los pueblos conquistados bajo la constante amenaza del fuego del dragón, se valieron de la no menos persuasiva hoguera inquisitorial, aunque con similar consecuencia: morir quemado vivo.

Fotografía: Castillo de Belmez, Isabel Martínez Jiménez

Algunas de aquellas complicadas conquistas para la cristiandad castellana ocurrieron en las tierras fronterizas de Sierra Mágina. A cada envite, a cada treta, nuestros antepasados sufrían un continuo trueque de pendones en las almenas de sus fortalezas, hasta que las tropas de Isabel I lograron imponer sus principescas maneras: primero, la lucha contra el enemigo hasta minar cualquier asomo de resistencia; después, asentar en las tierras conquistadas a colonos norteños con sus modos, costumbres y su todopoderosa deidad; por último, confiarlos bajo la administración y leyes nazaríes, a cambio de un canon pecuniario. Por eso no es de extrañar que, entrado el siglo XIX, todavía algunos territorios se rigieran bajo dos jurisdicciones diferentes, como le ocurría a Bélmez de la Moraleda, que dependía políticamente del partido judicial de las Villas –actual comarca de los Montes Orientales granadinos- y, desde el punto de vista eclesiástico, del Arciprestazgo de Baeza, hasta que la invasión napoleónica la colocó, tanto civil como religiosamente, en su lugar natural: Sierra Mágina.

No sé hasta qué punto debemos vanagloriarnos de que la historia de esta tierra nuestra tenga más giros e imprevistos que jamás pudieran imaginar los guionistas de Juego de Tronos. Incluso, yo no aseguraría que la complejidad relacional de estos pueblos entre sí, alimentada por discrepancias en deslindes de tierras comunales y de pastos, sea un hito digno de destacar en la conformación de nuestra identidad maginense. Por mucho que pudiera parecer lo contrario, los hechos que nos identifican y aúnan, los factores que nos cosen como un solo pueblo, no obedecen a límites geográficos, sino a patrones culturales como nuestro vocabulario, nuestras celebraciones, nuestras costumbres...   

 Esperemos que la encrucijada de estos tiempos modernos que han colocado a Mágina al borde de su propio y genuino precipicio, no conduzca a la misma triquiñuela que Juego de Tronos, cuando Arya Stark vence al Señor de la Noche empujada por la profética y mágica ayuda de Melisandre. De esta manera, una situación enrevesada es resuelta gracias al primitivo recurso teatral del Deus ex machina –Dios desde la máquina-, con el que mediocres autores de tragedia griega resolvían el final de su obra dejándolo en manos de Zeus o de cualquier otra divinidad olímpica. Pero si ha de ser así en nuestro caso, que todo el devocionario maginense de Señores y Vírgenes nos proteja, aunque antes de llegar a ese extremo, espero que hagamos nuestras las siempre sabias palabras de Tyrion Lannister: «¿Qué une al pueblo?: ¿las huestes?¿el oro?… ¿las banderas?… Las historias; no hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nada puede detenerlas; ningún enemigo puede vencerlas”.

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