«Torrija» -Ideal Sierra Mágina, julio de 2019-

No es un secreto que el escritor ubetense Antonio Muñoz Molina es uno de mis referentes literarios. Creo que el motivo es obvio, pero hasta tuvo su epifánica revelación, cuando en 1991, ya con 25 años, decidí no prorrogar más la deriva que me había ocasionado una más o menos forzada incursión en el mundo de las oposiciones y me marché a la mili.

Era una fría y desapacible tarde de diciembre, pero a mí me pareció el momento ideal para salir a pasear por San Fernando, Cádiz, con tal de no permanecer un minuto de más en aquel cuartel con trazas carcelarias que se me antojaba el recinto del Tercio de Armada. Como de costumbre, deambulé sin rumbo fijo por la calle Real, hasta que en uno de esos bazares que tan frecuentes eran y que nos abastecían de todo lo imaginable a los pobres soldados, me topé con la portada del premio Planeta de aquel año: «El jinete polaco» de Antonio Muñoz Molina. No lo dudé un instante y al poco ya me encontraba en una cafetería devorando junto a un milhojas las primeras páginas del libro, mientras me calentaba el cuerpo con un café. Era la primera vez que leía algo de Muñoz Molina, pero de manera inmediata su prosa iluminó, tanto aquel atardecer sombrío, como mi alma ávida por entonces de emociones que la alejaran del rigor, del músculo y de la testosterona que yo derramaba a diario por todos y cada uno de los obstáculos de la pista americana. Algo me debía estar ocurriendo también por fuera, alguna transformación en mi cara y en mis gestos se estaría dando, cuando al pasar la página, noté cómo la camarera me miraba raro, sobre todo, cuando me topé con aquel párrafo que me cambiaría la percepción de la literatura para siempre: «…Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia…»

Hace unos días tuve la posibilidad de asistir a un curso impartido por él y, por supuesto, no me lo pensé dos veces. Han sido dos escasas jornadas viendo salir a borbotones de su boca, no solo su pasión como escritor. También -eso es fundamental, nos ha repetido-, su veneración como lector que vuelve una y otra vez a deleitarse con esa frase, con esa estructura, con ese giro; ese nuevo matiz hallado. Un buen libro, como la buena música, no te cansa y regresas a él siempre, porque regresas al gozo, al deleite. Y de paso, aprendes como escritor. Hemos leído la partitura y nada más que la partitura de «Otra vuelta de tuerca» de Henry James y «Demasiada felicidad» de Alice Munro, para asomarnos a su estructura armónica, sí, pero también para descubrir esos «champiñones» -esos detalles apenas perceptibles- en una esquina del cuadro.

Nos habló, además, de un joven Don DeLillo, quien, desde el Bronx, veía la literatura como un mundo inalcanzable que se daba allá en Manhattan, curiosamente para DeLillo un lugar tan lejano como a Muñoz Molina le podía parecer Madrid desde Úbeda. En España –escribe el maestro en «Ventanas de Manhattan»- el peor insulto que puede recibir quien se dedica a cualquier faceta artística, es que lo tachen de localista o costumbrista, mientras perdemos los vientos por todo lo americano, hasta llegar a considerar todo lo neoyorquino como algo universal.

Entonces, yo recordé que entre mis cosas había llevado aquel libro comprado cuando serví filas en la Infantería de Marina, cuyas páginas abrieron mi corazón y mi escritura a lo que tenía delante de mis ojos desde el mismo momento en que nací, pero que hasta ese preciso momento no había sabido mirar: nuestra (Sierra) Mágina; la mía y la de todos los creadores que de una u otra forma la tenemos presente en nuestro quehacer y en nuestro anhelo, hasta incluso conjurarnos por ella, como hemos hecho sin pensárnoslo dos veces en una inolvidable mesa redonda celebrada en la Feria del Libro de Madrid.



El material fundamental de la literatura es la experiencia humana inmediata, y no hay vidas que sean más literarias que otras. Así resulta, que lo que uno escribe tiene una relación muy profunda con lo que nos es tan íntimo, incluso tan oscuro, que no se puede controlar. La auténtica literatura tiene que pintarle la cara incluso a quien la crea, al ser un punto de sobrexposición que no ha de disfrazarse ni enmascararse; esa es la complejidad de lo transparente. Además, para llegar a conseguirlo se necesita un ensimismamiento tal, que nos haga mirar diferente, mirar más allá en las personas y en las cosas; en el mundo que nos rodea.

Pensé entonces en la de veces que mi madre me diría de pequeño que siempre estaba «clisao, encantao», y de pronto, me vino a la mente aquel trío de diablos un par de años mayores, que, tarde sí y tarde también, me acosaban al salir de la escuela, burlándose de ese ensimismamiento mío tan evidente, mientras a empujones me llamaban «torrija». No recuerdo muy bien por qué, pero cuando lo hacían me avergonzaba tanto, que hasta rezaba para que nadie más lo escuchara.


Hoy, sin embargo, me enorgullezco de esa «torrija» mía que siempre llevo encima, hasta el punto de gritarlo a los cuatro vientos: «¡viva mi torrija!». Mi «torrija» y la de todos aquellos que tienen sensibilidad artística o de otro tipo hacia Mágina, que como savia nos fluye por las oscuras profundidades de nuestra desnudez humana, y que cuando hablamos, escribimos, pintamos, esculpimos, cantamos, luchamos… nos vindica como artistas, pero sobre todo, como personas.  


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