La romana -artículo para Ideal Sierra Mágina, noviembre 2019-
Nacemos
con un legado genético evidente en el que caben tanto las semejanzas físicas
con nuestra ascendencia, como la propensión a ciertas enfermedades y hasta las
maneras al andar. Estas cuestiones, unas veces las sobrellevamos encantados;
otras en cambio, con verdadera resignación. Todo depende de que salgamos mejor
o peor parados en el reparto, pero en cualquiera de los casos, sin que podamos
disimular cierto orgullo por nuestra heredada imperfección, pues ello forma
parte de la propia aceptación personal. Y luego está «la herencia emocional»,
el debe psicológico para con nuestros ancestros: una huella invisible o, más
bien, una herida ambiental cuya localización precisa que nos escarbemos bien
los adentros. Se habla incluso del concepto como una «novela familiar»
construida a partir de las vivencias de cada uno de sus miembros o capítulos, y
que terminan cosiendo a los de una misma sangre. Como bien dice la socióloga y
periodista colombiana Edith Sánchez, esta situación fue hermosamente retratada por
Gabriel García Márquez, cuando nos mostró el temor al incesto y a sus
consecuencias –niños con cola de cerdo- que, generación tras generación,
sufrieron los Buendía, durante ese tiempo mítico, más que cronológico, de «Cien
años de soledad».
Toda esta cavilación
sobre la indeleble –y la mayoría de ocasiones invisible- huella familiar, me
surgió mientras pensaba acerca de una historia vivida por mi abuelo paterno.
Juan Cano López, que así se llamaba, nacido en Alcalá la Real, decidió, una vez
terminada la guerra civil, tomar en arriendo unas tierras situadas en el
Campo del Moral, en el término municipal de Huelma, donde fijó su
residencia junto a su mujer e hijos en los años cuarenta del pasado siglo. No
fue ni el único de la familia Cano ni el único alcalaíno que vino hasta Sierra
Mágina en busca de una mejor vida, como aparece reflejado en el pormenorizado
trabajo del huelmense Francisco Ruíz Sánchez, «Los alcalaínos de Huelma»
(http://www.huelma.org/).
Como decía, mi
abuelo terminó rentando unas tierras de labor en el cortijo de Enmedio
con el propósito de hacerse poco a poco con su propiedad. Corría su primer año
en esta tierra maginense de promisión y el bueno de Juan estaba eufórico: había
sembrado trigo, el tiempo acompañó y la cosecha fue abundante. Unos años antes,
en plena contienda, en 1937, los sublevados habían creado el llamado Servicio
Nacional del Trigo, organismo que se mantuvo activo una vez concluida la
guerra, y cuya misión era comprar las cosechas, para asegurar tanto el
abastecimiento de la población como la prosperidad de los agricultores. Sobre
el papel, en el plan autárquico que el general Franco y su régimen habían
trazado para la producción cerealista española, parecía tener una justa razón
de ser: permitía cobrar su cuantía en el acto, meses antes de efectuarse la
venta a los industriales harineros, actuando de paso como organismo de crédito
para los agricultores. Pero en la práctica, la banca privada, principal
avalista del sistema en caso de descubiertos o malas cosechas, se llevaba el
gato al agua –o el dinero al bolsillo-. Además, una de las principales razones
por las que se creó este servicio fue la necesidad de regular el consumo,
estableciéndose una ración de 300 gramos por cabeza, cantidad a todas luces
insuficiente para restituir el desgaste energético de un trabajador manual. Y
aquí entraba en juego un defecto tan endémicamente español como es la
picaresca: un mal que algunos funcionarios encargados del SNT sufrían sin
remedio y que los empujaba a emplear su maestría y disimulo para restar de la
báscula una cantidad considerable por agricultor, con la que sacarse un
sustancioso extra en el mercado negro –estraperlo-.
No iba a ser
menos el abuelo Juan Cano, que también se las vio con los fulleros del SNT.
Aquella primera vez no dijo nada, pero al año siguiente se hizo con una romana
que, por si nos lee algún milenial despistado, se trata de un sencillo
instrumento ideado para pesar, gracias a una palanca de brazos desiguales con
el fiel sobre el punto de apoyo. Así, en lugar de llevar el grano directamente
hasta el silo sobre el cajón del camión, decidió envasarlo en sacos a los que,
tras ser introducidos 50 kilos exactos en cada uno, les añadió un puñado extra
como margen de error, o más bien de honestidad. Una vez en la báscula, cuando
el funcionario cantó el peso del camión, mi abuelo, con voz serena, le instó a
corregir la pesada, mientras le decía la cantidad exacta que portaba su carga.
Fueron muchas las
cosechas venideras y varios los diferentes empleados del SNT con los que le
tocó lidiar, pero nunca volvió a tener problemas con el pesaje. Es más, jamás
volvió una carga suya a pasar por la báscula, sino que año tras año, el
encargado en cuestión se limitaba a anotar lo que Juan Cano López le indicaba.
Es cierto que
todos arrastramos la huella de nuestros ancestros. Una herencia con sus taras
que puede lastrar nuestro camino sin que logremos explicarnos el porqué, aunque
la vida sea en sí una búsqueda de los mecanismos que nos ayuden a contrarrestar
esos defectos de fábrica. Por otra parte, esa marca familiar, nos ha de servir
para identificar instrumentos y enseñanzas que añadir a nuestro equilibrio
personal en el camino del bien y la convivencia; porque todos deberíamos tener
nuestra propia romana cuyo fiel marcase siempre lo más justo: el centro
exacto.
Estupendo,Juan.Qué distinto sería el mundo,si todos tuviéramos una romana que marcara en su fiel el centro exacto.Un abrazo.
ResponderEliminarBueno, aunque cada cual tenga el centro en un lugar distinto. Pero en los valores universales de justicia y equidad, poco puede variar de unos a otros ese centro, ese equilibrio. Un abrazo.
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