Paletos -artículo para Ideal Sierra Mágina, enero 2020-
Si nos vamos al Diccionario de la Real Academia Española y
buscamos la palabra «paleto», ya en su primera acepción encontramos que es un
adjetivo que califica a una persona o cosa como rústica y zafia, lo cual no se
mejora con la entrada propuesta en segundo lugar: «aplíquese a la persona falta
de trato social».
Visto
el rígido panorama academicista, tan encorsetado y poco dado a los cambios,
mientras vamos cerrando el diccionario, me vais a dejar que os haga una
proposición: que le demos la vuelta al término; que dejemos obsoletas esas dos
acepciones de la RAE y veamos lo paleto como la cosa rústica o de los rústicos,
como las maneras de los de pueblo, pero que para nada tiene que ver con
comportamientos zafios ni antisociales. Ahora que tanto se lleva lo de
enarbolar unas u otras banderas, tomemos con firmeza el estandarte e icemos
nuestra auténtica bandera: la bandera de los paletos; de los paletos de Mágina.
Quede
constancia que he escrito «icemos», que no «envolvamos»; es decir, que no
vayamos a ponérnosla a modo de capa y nos enroquemos con ella cuan una Numancia
moderna –se me ocurre algún que otro triste ejemplo muy de la actualidad-, para
inmolarnos a golpe de consignas e himnos, sino que hagamos subir esa
identificación que nos enorgullece, tirando de la cuerda hasta hacer bien
visible desde cualquier lugar nuestra condición, como una voz que diga: «¡Eh,
que estamos aquí!».
Porque
el ser de pueblo no nos hace necios; eso sí que sería una zafia fanfarronada y
una desconsideración por parte de quienes nos observan desde el otro lado. Tal
vez, el que provengamos de lugares en los que se gastan maneras sencillas -que
no simples-, donde el mismo tiempo se toma las cosas con calma, porque las
cosas han de ocurrir con su justo ritmo y dejándolas reposar, todo ello venga a
constituir un conjunto que lleve hasta la desesperación a los de ciudad. Pero
en realidad, ese dejar fluir los acontecimientos que se da en nuestros pueblos,
ayuda a que la vida respire, para terminar por concretarse en un puñado de
hechos madurados en la certeza y no exentos de cierta clarividencia.
Así,
desde la atalaya de nuestra realidad maginense –o maginera, que suena como más
épico y emotivo-, mientras nos preguntamos cuántas veces más logrará la tierra
completar su viaje alrededor del sol antes de que terminemos aniquilándola,
podríamos establecer una serie de premisas que nos ayuden a sobrellevar la
estupidez autodestructiva de la humanidad.
La primera, por
lógica, debería estar relacionada con el sentido de pertenencia. Basta que
rebusquemos entre lo que ya ni recordamos haber guardado, y seguro que, más
pronto que tarde, aparecerán los mapas de toda una vida: sus caminos errados,
sus cambios de rumbo; los lugares donde fuimos felices, junto a otros
innombrables donde no volveríamos jamás; pero al final, siempre queda el camino
de vuelta y el regreso a la madre.
Otra, debería
tratar de lealtades y congruencias. Si negáramos tanto las bondades que mamamos
como las miserias que forjaron este carácter nuestro, tan montaraz y abrupto,
mimetizado con la tierra que nos vio nacer, dejaríamos de ser honestos, para
caer en la más ignominiosa de las traiciones: la cometida contra nuestra propia
persona. Eso sí, sin dejarnos abandonar en el chauvinismo ramplón de creernos
el centro mismo sobre el que han de orbitar aires, vientos y todo lo que esté
por venir.
Con lo anterior,
casi sin querer, y aprovechando las sinergias que se dieran, podríamos llegar a
encontrar todas las respuestas posibles a cualquier obstáculo que hubiera que
salvar. Entonces saldrían como de la nada un sinfín de habilidades que
ignorábamos poseer y que se nos mostrarían ahora, como un ramillete, como una
navaja suiza con todas sus herramientas desplegadas en un círculo con
innumerables posibilidades, con un sinfín de soluciones. Un ejemplo: ante esos
recortes presupuestarios que la Administración siempre aplica primero que nada
a los de siempre, a nuestros pueblos, pues ahí la tenemos, lista para ser
utilizada: la herramienta de la vindicación, de la denuncia y el no callarnos.
De lo contrario, adiós Servicio de Urgencias Sanitarias permanente en
poblaciones pequeñas, adiós servicio de cáterin en nuestros colegios de
primaria, adiós a las ayudas a domicilio para personas de la tercera edad o con
movilidad reducida; y así uno tras otro, todos los servicios sociales que tanto
ha costado conquistar a nuestra sociedad rural.
Por último, algo
fundamental en nuestros pueblos, donde todos nos conocemos y, sobre todo, para
lograr ahuyentar las envidias por los logros del vecino, debemos aprender a
alegrarnos con sus éxitos. Una vez que hayamos realizado ese esfuerzo, hasta
festejarlo incluso con él, tomaremos nota de sus aciertos para aplicarlos a
nuestros proyectos. Esta es la mejor manera que se nos podría ocurrir para
reinventar con las aportaciones de unos y de otros la explotación olivarera de
alta montaña, cuyos viejos y tradicionales mecanismos ya no son suficientes
para evitar que se apague la generación de empleo en Sierra Mágina. Solo
tendremos que buscar dentro de nuestros corazones de paletos. Seguro que, sin
perder esa compostura y parsimonia nuestra, encontraremos alguna vieja receta
que haga brotar nuevos esquejes del desahuciado tocón del olivo maginense.
Algún día, tal
vez no muy lejano, cuando alguien busque en el diccionario la palabra «paleto»,
encontrará una tercera acepción, que en realidad será ya la primera voz, pues
habrá desbancado a las otras dos. En ella rezará algo así como: «dícese de las
personas o su proceder, cuando actuando con tacto y determinación, ofrecen
soluciones inspiradas en una tradición rústica o rural ante dificultades
propias de la globalización».
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