Volveremos a las plazas —Artículo para Ideal Sierra Mágina, mayo de 2020—

Este artículo iba a ser otro. De hecho, ya estaba escrito: dos páginas como esta donde desgranaba mi odisea en busca de la bondad que hay escondida entre tanta desolación; mil seiscientas palabras, mil seiscientos buenos propósitos que decidí arrojar a la papelera y comenzar de nuevo. 

Sin paños calientes: la pandemia del COVID-19 nos ha cogido a todos en bragas. Al gobierno al que más, porque suyos son los mecanismos de decisión, y cada día sin actuar se ha traducido, no en un repunte de una curva dibujada en un gráfico, sino en varios cientos de muertos por jornada más, con sus nombres y apellidos, con sus duelos sin cadáveres y sus entierros sin boato. Después, y por riguroso orden de intervención, a las señoras y señores de la oposición, a quienes la tragedia les ha producido tal conmoción que, de repente, perdieron el sentido de Estado y, en su lugar, se la pasan —en ello siguen— en un vomitivo intercambio de féretros por votos. Y, por último, a la sociedad en general, pues, a quien más y a quien menos, esta tormenta perfecta le sorprendió, como a los habitantes de Pompeya, mientras dormía un falso y hedonista sueño de los justos. Eso sí, desde el primer momento fuimos capaces de ponernos de acuerdo para salir todas las tardes a aplaudir a nuestros sanitarios, a quienes hemos proclamado héroes de esta extraña guerra, aunque ellos, detrás de la precariedad de sus armaduras, solo se sientan como víctimas. 

Todo el mundo tiene ya asignada su parte alícuota de culpa, pero dejemos el cobro para cuando corresponda, que ahora toca otra música. Por de pronto, tanto el gobierno como la oposición están obligados a trazar unas líneas maestras que encaucen las diversas actuaciones políticas, empezando por lo más urgente, que son las necesidades sanitarias, sociales y económicas. Si nuestros políticos, mediante unos nuevos pactos —se llamen estos de la Moncloa, de la Zarzuela o de Carabanchel Alto—, son capaces de ponerse de acuerdo en estas prioridades, veremos qué poco les costará exigirle a la Unión Europea la ayuda financiera necesaria para reflotar a España y al resto de países damnificados. Porque ya les está faltando tiempo a las instituciones europeas para coger al virus por su corona, que está vez, al otro lado del charco, no está Roosevelt, comandando a la grande y libre América desde su silla de ruedas; tampoco en esta orilla estará esperándolo con un puro y una sonrisa sir Winston Churchill. Para desgracia de todos, sus herederos son dos egocéntricos terraplanistas que hasta anteayer negaban la mayor respecto a la pandemia.  


—Vista aérea del Ayuntamiento de Bélmez de la Moraleda. Foto: Juanlu Fernández—


Por lo que nos toca a los de a pie, este mal que con su virulencia y sus contradicciones nos mantiene confinados, abrió a hurtadillas las ventanas de nuestros corazones, absorbiéndonos con su remolino de wasaps y videollamadas. De repente, se nos creó una necesidad perentoria por comunicarnos, no solo con los más allegados, sino también con quienes formaron parte de nuestro día a día, hasta que las circunstancias y la vida nos fueron separando; esas personas que siguen estando ahí, en lo más escondido de nuestros pensamientos y en la memoria larga y profunda de la agenda de nuestros móviles. Y es que hemos tenido miedo de que este terremoto infeccioso nos dejara sin comunicarles lo que siempre pensamos, pero nunca les dijimos, esperando un encuentro que nunca se produjo, un café que nunca tomamos, un «nos vemos» que nunca ocurrió; si nos atenemos a la fría y cruel estadística, hay una determinada probabilidad de no volver a ver a alguna de esas personas con las que tienes una conversación pendiente, una disculpa que ofrecer o recibir, o un abrazo que se quedó en el aire, en un casi. 



Una vez que, para cuando se levante el confinamiento, ya hemos quedado en darnos ese abrazo media Sierra Mágina con la otra media y parte del extranjero, deberíamos ahora, como buenos hijos de la tradición judeocristiana, realizar un pequeño acto de contrición; si no, que tire la primera piedra quien no se haya enzarzado estos días con alguien por alguna disputa política en las endemoniadas redes sociales; porque somos de dedo fácil e intro apresurado. Tenemos que dejar de perder el tiempo en refriegas absurdas que no nos llevan a nada; como mucho, lo único que conseguiremos es no tener después con quien abrazarnos, ya que habremos logrado que nadie nos dirija la palabra.  

Cuando salgamos, ya sea dentro de quince días o de tres meses, el mundo que conocíamos habrá cambiado. Los dominios de este virus coronado no se reducen a los pulmones, y está demostrando que es capaz de ahogar a la misma democracia si se le pone por delante de sus espículas. Por eso, tras el confinamiento, nosotros, la ciudadanía, tenemos un cometido del que no nos podemos escaquear ni, por supuesto, dejar en manos de los políticos. Estamos obligados a volver a las plazas, no solo para pasear por ellas, sino que hemos de recuperar nuestro espacio en el ágora —en el sentido más ateniense del término—, e implicarnos en la vida social y política de nuestros pueblos, barrios y ciudades. Para que no se haga norma la excepción de la emergencia, con sus restricciones y cortapisas, debemos formar parte muy activa en la renovación de un sistema que por fin logre ser, sobre todo, más solidario y justo.   




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