Nosotros —Artículo para Ideal Sierra Mágina, junio 2020—

Escribo este artículo la tarde del sábado 16 de mayo. A mitad de esta mañana de fases y desfases pandémicos, ha dejado de latir el corazón de Julio Anguita, uno de los más preclaros políticos de la reciente historia española. De inmediato, me ha venido a la mente aquel encuentro que los alumnos de la antigua Universidad Laboral de Córdoba tuvimos con él en nuestra Semana de Andalucía. Debió ser la del año 81; el año después del referéndum autonómico por la vía rápida del 151. El entonces alcalde de Córdoba, que había sido invitado a hablar en el acto inaugural, se fijó nada más comenzar en un grupo de alumnos que pululaban entre la audiencia sin disimular su abulia, más que desdén, ante la exaltación-reivindicación del «nosotros» identitario del pueblo andaluz que estaba haciendo el edil cordobés. No sé por qué intrincado mecanismo mental esto habrá ocurrido así; pero, mientras esta mañana recordaba aquel discurso-lección, he comprendido por fin el sentido de sus palabras pronunciadas hace ahora treinta y nueve años. 

Decía que aquel grupo de estudiantes, apáticos a la par que irrespetuosos, no habían pasado desapercibidos ante la aguda mirada del «Califa rojo», aunque, a decir verdad, los detalles de su aspecto lo decían todo: pelo engominado, zapatos castellanos, jerséis de marca, pantalones de pinzas y una ostentosa y prohibida desde aquel mismo año águila de San Juan, que coronaba las franjas rojigualdas de las correas de sus relojes y las hebillas de sus cinturones. Para quienes no estén muy duchos en estéticas tribales de finales del siglo pasado, aquella indumentaria coincidía plenamente con la de los cachorros del partido ultraderechista y nostálgico del franquismo, Fuerza Nueva —nada que ver con el proyecto de colaboración entre Los Planetas y El niño de Elche, aunque su alianza musical esté inspirada en el nombre de la formación política fundada por Blas Piñar—. 

A Julio —todos lo tuteábamos, como lo hacía mi amigo y compañero Javier, aunque solo él lo había tratado en la intimidad, que diría el otro— le salía la vena de maestro a las primeras de cambio, tal vez porque la pedagogía siempre le tiró más que la política. Basta con repasar la numerosa hemeroteca al especto; tan maldita y contundente por la incoherencia de la mayoría de los políticos, salvo con él, claro: una bendita excepción entre tanta impostura. Por eso no dudó en interrumpir su alocución, trazando la firme y recta coerción de su dedo, mientras aseveraba con tal vehemencia un «nosotros de lo andaluz», que nadie se hubiera atrevido a replicarle, ni siquiera de pensamiento. 

El  «nosotros» de Bélmez de la Moraleda durante una concentración multitudinaria en apoyo del olivar tradicional —24 de febrero de 2020—. Foto de Antonio Díaz Rodríguez.


La multitud, que ocupaba toda la esplanada delante del paraninfo desde cuya escalinata nos hablaba, dejó de respirar por unos instantes. Por fin, la estridencia de los aplausos rompió el tenso silencio de aquella soleada mañana cordobesa de finales de febrero. Yo también aplaudía, más por inercia que por convicción, mientras leía la frase de Séneca que preside el mosaico situado justo a la espalda desde donde Anguita se nos estaba dirigiendo: «por el bien de muchos trabajan y combaten los mejores». 

Hoy, la conjunción planetaria que ha hecho coincidir la muerte de quien siempre se consideró un simple y humilde maestro de escuela, con mis virulentas reflexiones diarias sobre el alarmante estado del COVID—19, me ha encendido la luz sobre aquel «nosotros» enfadado y enfatizado con el que atizó nuestras adolescentes entendederas. Aquel «nosotros» era un «nosotros andaluces», pero también «un nosotros españoles», un «nosotros europeos» o un «nosotros habitantes del planeta tierra»; era un llamamiento, una invocación de lo colectivo para con una sociedad en tránsito entonces hacia un nuevo orden democrático, donde todo estaba por construir: sus valores, sus leyes, sus instituciones —incluidas las autonómicas—. Era un «nosotros» lanzado al viento, como un grito de socorro, en un momento de incertidumbre como el actual. 

Es, sin embargo, un ejercicio complicado, de los que ocasionan agujetas mentales y calambres en el entendimiento. Vamos, que ni el yoga ni la meditación trascendental te ayudan a proyectar un «nosotros» que trace desde tu corazón en cuarentena, allá en tu atalaya «yoista» del confinamiento, una miríada de rayos en busca de ese indeterminado «los demás» que nos abarque como un todo. En realidad, esa consigna extendida estos días de que todos estamos en el mismo barco es una quimera; pues mientras unos toman el sol en la cubierta de su yate, leyendo ese libro que siempre dejaban para mejor ocasión, a otros les faltan manos con las que achicar el agua de su balsa hinchable a punto de zozobrar, si no se han ahogado a estas alturas de la película de la pandemia.





El maestro de escuela, Julio Anguita, habría estado de acuerdo con la catedrática de Ética y Filosofía Política, Adela Cortina, en que la puesta a punto del motor, aparte de la mano invisible de la economía de mercado y la visible del Estado, va a necesitar del aceite para lubricar el engranaje social con un código de valores o ungüento emocional que nos imbrique como un todo a modo de coraza. Y ello, está claro, va a ser una tarea más bien de maestros que de políticos, pues no van a haber horas lectivas suficientes para poder impartirle la pedagogía del «nosotros» a una sociedad que desaprendió sus valores hace tanto tiempo.  

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