Recapitulando —artículo para Ideal Sierra Mágina, abril de 2021—

 El ambiente estaba enrarecido mucho antes de que todo saltara por los aires. Los pesimistas de vocación íbamos dejando pistas en cada canción, en cada conversación o en cada artículo. Luego, alguien o algo —dicen en los mentideros, que un Nerón transgénico— le atizó un extra de gasolina a la cosa que terminó por acelerar el incendio: el bosque ya ardía a ojos de todos.  


Aparecieron entonces los profesionales del caos, siempre ojo avizor ante cualquier catástrofe cuya proporción les merezca la pena. Ellos fueron los primeros en reaccionar, antes incluso de que llegáramos a sentir el miedo que provoca el acecho de la muerte y, sobre todo, antes de que ningún gobernante moviera un solo músculo. De hecho, cuando el bosque aún está ardiendo —todavía no sabemos si los rescoldos puedan llegar a tomar nuevos bríos—, ellos, avezados oportunistas, ya han vendido para su beneficio las maderas que puedan ser de provecho para reconstruir, no sé si un refugio donde resistir la siguiente embestida o una balsa en la que huir hacia lo indeterminado.

 

Poco a poco, empezamos a sacudirnos la congoja, y las ideas de los bienintencionados hicieron brotar sus esquejes de esperanza. Se habló entonces de solidaridad, de lo común, de la vuelta a la naturaleza… Pero el caos ahogaba con su cadena de ruido todas las voces positivas. A su vez, la confusión y la desdicha solo prestaban su altavoz a negacionistas y agoreros, que, como pobres alimañas, iban propagando el fuego, mientras, despavoridos, se adentraban en el bosque con su rama ardiendo entre las patas. 


Los de abajo, la multitud, el pueblo que hay a los pies del castillo —llamadnos como queráis— comenzamos a impacientarnos cada vez más. A estas alturas nos sentimos tan desprotegidos y abandonados al albur de los acontecimientos, que nos cuesta horrores, no solo sujetar todas esas malas palabras que ahora se nos amontonan en la boca a borbotones de mala baba, sino también nuestros movimientos, que se vuelven instintivos y bruscos: pura maniobra de supervivencia. Reacciones primarias, casi reflejas, que se asemejan a esas escenas de caza que nuestros ancestros inmortalizaron hace millones de años en las paredes de la Graja, del Morrón, del Aznaitín, de la Golondrina, de la Lacha, de la Serrezuela, de los Castillejos, del Puerto, del Tío Serafín… y en tantas otras cuevas perdidas en las profundidades de Sierra Mágina que todavía no han sido descubiertas. 



Todos estos inesperados movimientos, a medias entre la improvisación y el hartazgo, parecen haber puesto nerviosos a los de arriba —a quienes nosotros mismos hemos colocado en el puente de mando del castillo—, sabedores como son de haber sido los instigadores, mediante los desatinos generados con sus acciones o la falta de ellas.  




Ha sido entonces cuando hemos sido plenamente conscientes de la torpeza de sus movimientos: cada vez que los que juegan con las blancas mueven y, por desgracia, se equivocan, la respuesta de las negras es incluso más rocambolesca e inadecuada si cabe; no hay más que ver cómo expertos tertulianos de la política-ajedrez se tiran de los pelos, ya que —por continuar con el símil— el nivel de juego que han alcanzado nuestros políticos es el correspondiente a alguien que se ha visto la serie «Gambito de dama» y pretende montar una defensa siciliana sin tan siquiera saber mover las fichas.   


Sin embargo, ellos no tienen la culpa, aunque nadie los pueda eximir de que se hayan aprovechado de nuestra imprudente desidia al elegirlos; de la nula exigencia de requisitos que existe para ser político en este país nuestro de las maravillas. No, y no sería necesario un currículo lleno de matrículas de honor y de másteres —seguramente terminarían perfeccionando la fórmula chapucera que hasta ahora han empleado para falsificar sus expedientes—; porque esta exaltación de la picaresca que sigue triunfando desde los tiempos del Lazarillo de Tormes es la piedra que nos impide avanzar como sociedad y sobre la que nuestros políticos suelen cimentar su carrera. 


Hecha la recapitulación, despejemos las incógnitas: el caos, unido a una educación sustentada en valores equivocados —como lo son la exaltación del listo por encima del capaz; o la puesta en valor de quien se hace a sí mismo por encima de quien se ofrece a los demás— nos da como resultado el progresivo deterioro de lo público, quedando reducido, más que al subsidio, a la limosna.  

Aún estamos a tiempo de que este año que nos partió en dos sea el punto de inflexión de todos como sociedad; que el dolor y el desamparo sufrido redirijan nuestros valores; que, una vez desescombrado el solar de todos nuestros despropósitos, cimentemos el nuevo edificio sobre unas nuevas bases tan sólidas como justas.    


  Quienes nos precedieron, conocieron de niños una guerra fratricida y una hambruna pertinaz; de ahí que siempre tuvieran en la boca la palabra convivencia, pero sobre todo la palabra trabajo, asociadas ambas a prosperidad. La obsesión por ese prosperar por encima de todo, nos ha llevado a un individualismo extremo e insolidario y, de ahí, a la confrontación de nuevo. Ha llegado pues la hora de que nuestra obsesión regrese a la res publica; que los niños de ahora —y los futuros políticos— crezcan con la palabra convivencia escrita en sus pizarras, pero sobre todo con la palabra solidaridad.  

Comentarios

Entradas populares