Fum, fum, fum —Artículo publicado en Ideal Sierra Mágina, diciembre de 2021—

Entiendo que, cuando leáis esto, ya sabréis por dónde van los tiros de la Navidad este año: si volveremos a tener unas fiestas marcianas con instrucciones de uso, o se parecerán a las celebraciones a las que nos habíamos acostumbrado antes de este interminable paréntesis apocalíptico. 


Mi amiga Flori Tapia, artista multidisciplinar donde las haya, oriunda de Bedmar, y que nunca da puntada sin hilo en —como ella diría— lo de «hilvanar las emociones», me propone una tercera vía, que no por conocida dejará de meterle vitamina a nuestro famélico corazón, tan canino de alegrías como anda últimamente. Esa vía —me apunta Flori— no es otra que la de la nostalgia; la misma que ahora le está calando los huesos hasta el tuétano, mientras los ojos, poco a poco, se le van poniendo neblinosos con el humo de unas imaginarias chimeneas de Bedmar tonteando con las nubes. Como aquel tiempo de vaho y «Veinticinco de diciembre fumfumfum» que, bajo el verdugo antisabañones, acompasaban unos niños perdidos en la noche del recuerdo, aporreando con saña una pandereta de plástico. Eran otras Navidades, que ahora regresan con tan solo cerrar los ojos y respirar hondo para sentirse al momento esos niños de nuevo; correteando por las calles de Mágina en el preciso momento en que la noticia prendía como la pólvora: «habían puesto los juguetes».  


Aquellos días, y aquellas horas muertas con las caras pegadas a los escaparates en un intento inútil por traspasar el frío cristal y poder tocar con los dedos la Nanci rubia, el Winchester 73, los juegos reunidos Geyper, la BH azul... hasta que el reflejo de las luces verdes, rojas, amarillas y azules que iluminaban el árbol de Navidad de la plaza del pueblo nos alertaba de que se había hecho la noche. Aquella sensación que, ya desde principios de noviembre, se nos iba metiendo en el cuerpo, pues esas eran las fechas en las que, todas las tardes, a las cinco en punto, tras la última clase vespertina, solían comenzar los ensayos para el certamen de villancicos de Sierra Mágina, cuya organización rotaba anualmente entre los distintos pueblos de la comarca.  





A esas niñas y a esos niños perdidos —niños viejos, niños eternos— les bastará cerrar los ojos y respirar hondo para sentir el calor arenoso de los «mantecaos pobres», o el recuerdo cítrico de los «mantecaos manchegos». Aunque, no tendrán que cerrar los ojos, sino todo lo contrario: dejar bien abiertos los de la memoria, para recordar dónde se quedó guardado el viejo belén de antaño.  


Cosa de «boomers» esto de la nostalgia, dirán los jóvenes «zetas» que hayan decidido leer mi artículo, no porque lo suelan hacer con regularidad cada mes, sino porque, de pronto, les llamó la atención el título: «¿fumfumfum?… ¿se tratará de una onomatopeya?», habrán pensado; que, para completar la estampa navideña, al sonajear del pandero hecho con chapas de cerveza, al repiqueteo de una cuchara contra la estriada superficie de una botella de anís del Mono, no le vienen mal unos rotundos «fumfumfum» con la mano bien escupida deslizándose por el carrizo de una zambomba hecha de piel de conejo.  


Sin embargo, este «fum» al que yo me refiero no hace ruido, aunque sí que pudiera envolver con cierto halo de ensoñación el momento en sí. No en vano, se refiere al vocablo con el que se nombra al humo en catalán, y cuya repetición tres veces seguidas no hace que se nos aparezca Beetlejuice, sino que da título a un villancico originario de aquellas tierras. De hecho, me apunta Flori, que detrás de ese humo —mágico e incierto a partes iguales— ya conocíamos el odio. Claro que, parametrizado por la particular vara de medir las cosas buenas y malas de nuestra infancia. Aún no teníamos con qué comparar la alegría —esa misma que hemos idealizado con el paso de los años—; como tampoco teníamos dónde probar la versión beta de nuestra máquina de odiar todo lo que nos fastidiaba: el rechazo absoluto a los vestidos de nido de abeja, a las polainas, a los jerséis de cenefas, a que a tu hermano y a ti os vistieran con idénticas ropas, y a los verdugos, por supuesto; siempre el odio a los verdugos. Pero sí, ya nos habíamos subido en la noria de las sensaciones: arriba, la felicidad; abajo, la tristeza; y en el transcurso de la una a la otra, una incertidumbre de mariposas revoloteándonos las ideas. 


—¡Joder con el hilo de las emociones!, ¡qué manera de hilvanar! —me espeta ahora Flori. 


Es lo que tiene engancharse a esta tercera vía y dejarse engañar por el humo de la nostalgia; que todo acontece en el plano de los sentimientos: ese lugar que un día abandonamos por las prisas y el «brilli brilli» del consumismo, y que siempre tratábamos de compensar —al menos una vez al año— con encuentros, con besos, con abrazos… y todo eso que no pudimos hacer el año pasado y que, todavía en este, anda pendiendo de un hilo. El hilo de la memoria, querida Flori, que nos ha traído hasta «la Noche de todas las noches» a reivindicar su tierna sencillez perdida, despojada del trampantojo del espumillón y las lentejuelas; desprovista de palabras ebrias y huecas.   




Comentarios

  1. No es solo ese fondo intimista, emocional y retroactivo que le imprime el autor a sus trabajos lo que me tienta y me llama a leerlo con placer; es, además, su preciosismo ortosintáctico lo que me emociona por lo que tiene de respeto hacia el lector. Gracias, Juan, por ocuparte de quienes te leemos con tanta exquisitez en el sentir, hacer sentir y escribir.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querida Soco: no había visto hasta hoy tu comentario. Gracias por tu mirada, no solo sobre mi trabajo, sino sobre la vida en general; esa mirada detenida y serena, también analítica, que a mí me ha enseñado muchas cosas sobre mi propia mirada del mundo, y sobre cómo transmitirla.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares