La rueda pagana del tiempo -artículo Ideal Sierra Mágina, enero 2022-
Hace ya algunos años, cuando era un aturdido adolescente y mis días discurrían
acelerados por el centrípeto vaivén que les imponía la propia emoción de lo
vivido por primera vez, yo ya escribía al dictado de los pulsos de una voz
cavernosa y oscura que guiaba mis pasos, ajeno por completo a los movimientos y
sonidos del mundo. Alguien me hizo entonces una curiosa observación: para esta
persona en concreto, yo resultaba perfectamente verosímil y creíble en mis
textos por muy disparatados que fueran mis argumentos y por muy fantásticos que
parecieran los acontecimientos narrados. Sin embargo, cuando se trataba de
relatar a viva voz un hecho cotidiano y contrastado, mi discurso aparecía
cubierto por un leve titubeo, sembrándolo de desconfianza ante mis
interlocutores. En definitiva: demostraba más seguridad contando mis cuentos que
rindiendo mis cuentas.
Sé que soy culpable de haber pregonado a través de este y
otros altavoces los hilos invisibles —casi mágicos— que nos unen con esta tierra
de Mágina a quienes hemos nacido en ella; las improbables fuerzas telúricas que
actúan en sus parajes, no solo sobre quienes los habitan, sino también, sobre
todo el que se deja llevar por la extraña belleza que desprenden sus montes, sus
grutas, sus bosques… Eso sigue siendo, según apostillaba aquel conocido de mi
adolescencia, un trampantojo tejido con mis palabras, simulando una realidad que
no es tal, por mucho que a mí me lo parezca o lo quiera hacer creer.
Sin
embargo, a la apreciación crítica de aquel lector de mis primeros escarceos
literarios le faltaba tanta observación como petulancia solía desprender cada
vez —y creedme, fueron muchas las ocasiones— que se jactaba en público de mi
presunta impostura. Porque, si tan solo se hubiera detenido un instante a
escuchar el silencio que hay entre las palabras, hubiera dado con la verdadera
enjundia del asunto. Esto mismo lo ha expresado de manera magistral Sergi
Bellver en su bella y emocionante novela, Del Silencio — Ediciones Del Viento,
2021—. En esta tierra, como en otras muchas —ya seamos de la Mágina andaluza o
de la Šumava bohemia—, somos descendientes de campesinos que «no hacen ningún
drama por el ciclo de nacimiento, vida y muerte de todas las cosas, tal vez
porque, en el fondo, la religión o la ideología del campesino no sea la del cura
ni la del comisario, sino la rueda pagana del tiempo, en la que no importan la
utopía, el paraíso ni el infierno, pero sí la semilla en el vientre de la
tierra, el agua del cielo para preñarla y el calor del sol para que nazca…»
Somos hijos, nietos, biznietos de hombres que preferían «el silencio porque todo
en él está más limpio y, si nadie habla, nadie miente.» Ese silencio que se
presta a que agudices, primero, el oído, hasta que logres captar el ruido sutil
que en realidad mueve al mundo, y después, la vista, hasta que veas
el significado oculto de un giro, una expresión, una frase. Ese sonido que existe
en las entrañas del silencio, anterior a toda palabra dicha o escrita.
Los santos, los reyes, los dictadores, los dirigentes de toda condición política
y religiosa se irán sucediendo, superpuestos unos sobre otros sus aciertos y
desgobiernos; mezclados unos con otros sus logros y disparates en los diferentes
estratos de la historia, sin importarles nunca cuántos de esos campesinos, de
esos «nadie» caen, ya se consigan o se malogren las «heroicas» empresas de los
mal nombrados primus inter pares.
Pero —como continúa diciendo Bellver—
nosotros, la estirpe de esos campesinos, perpetuamos con nuestra existencia, con
nuestro devenir la «rueda pagana del tiempo», en cuyas rodadas, de una u otra
forma, aún está la esencia de nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros
bisabuelos marcada en los hitos y en las viejas señales del sinuoso trazado de
las carreteras secundarias que, a pesar del dicho, nunca llevan a Roma; nunca se
dirigen hacia las rutilantes luces de la urbe.
Y no es que seamos mejores ni
peores que los de la ciudad; de todo hay en la viña del Señor. Eso sí, si
actuamos como nos enseñaron quienes nos precedieron, si nos paramos a escuchar
todo lo que nos dice el silencio de los campos, el rumor de los ríos, el viento
silbando en la quebrada… seguro que oiremos amargas tonadas de largas y tediosas
estrofas, cantando que no hay suficiente mano de obra para trabajar en el
olivar, porque nuestros jóvenes hace tiempo que desoyeron esa voz interior y
decidieron circular por esas otras carreteras principales bien iluminadas y
mejor asfaltadas que nunca llevan hasta Jaén. Seguro que oiremos directos y
pegadizos estribillos tales como: aquí no me pienso quedar, en cuanto pueda me
voy a marchar…
Muy de vez en cuando, tras una de esas coplas pegadizas,
salvamos ripios, cacofonías y algún que otro desafine, para escuchar un trino
sencillo, pero sublime; sin artificio, pero digno y solemne, al que nos termina
llevando la fotografía de unos niños de primaria cuya actividad escolar de esa
mañana ha consistido, no en enumerar como un loro las propiedades que tiene el
AOVE por encima de otros aceites, sino en subirse a esa «rueda pagana del
tiempo», para emular a sus padres, a sus abuelos, a sus bisabuelos en la
recolección de la aceituna.
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