¿Quién nos guía? —Artículo para Ideal Sierra Mágina, febrero de 2022—

Este parece ser uno de esos momentos estelares que —año arriba, año abajo— ocurren cada siglo. Apenas un lapso entre dos épocas diferentes en el que ni los más observadores podrían asegurar que hay alguien al volante. Es solo un parpadeo de dos o tres años en la historia durante el cual nos dirigimos a gran velocidad no se sabe muy bien hacia dónde. 


Si por los precavidos fuera, nos apearíamos de inmediato en el arcén. Pero esta vez, su natural prudencia haría que la curva se nos echara encima antes de que nos decidiéramos a dar el volantazo. Así que, sin más dilación, habrá de ser la temeridad de los incautos, la inconsciente valentía de los impulsivos la que nos guíe —una vez más— en la incertidumbre de este errático camino. Y no, no podremos después quejarnos del rumbo que tomen los acontecimientos. ¿Acaso no habíamos trazado ya en nuestra continua, inacabable reflexión el mapa cíclico —año arriba, año abajo— del camino hacia la perfección? 


Echemos mano de esa documentación de la que tanto alardeamos; rebusquemos entre los héroes y villanos de nuestro pasado reciente para dar con el líder ideal que nos guíe ahora. Vayamos a esas páginas del fondo donde abundan las escritas a mano y llenas de tachaduras, y que recogen las hazañas de aquellos entusiastas emprendedores de nuestra democracia, cuya temeridad —más o menos calculada— jaleábamos entonces como propia.  


Efectivamente, de un somero vistazo, descubriremos que nuestro camino a la perfección estuvo plagado de imperfecciones: héroes que se convirtieron en villanos; villanos que se hicieron pasar por héroes; grandes hombres con brillantes ideas a las que nadie hizo caso. Eso sí, eppur si muove; y, sin embargo, el coche se movió hacia un futuro de prosperidad y bonanza.  


Tal vez, y en descargo de los actuales aspirantes a ocupar los altares de la historia, una pandemia sea como una guerra donde las bajas son continuas y el escurridizo e invisible enemigo cambia de estrategia cada dos o tres meses; una contienda en la que —como de costumbre— ni tener un enemigo común ha puesto de acuerdo a las diferentes fuerzas políticas españolas. De hecho, la brecha entre los ideológicamente contrarios parece por momentos insalvable. Y digo «parece», porque esa confrontación tal vez solo sea una ilusión creada por las nuevas armas de destrucción masiva: las redes sociales que habitan en nuestras pantallitas; esas mismas desde las que jugamos al Candy Crush y wasapeamos con nuestros «amiguis». Esas son las irrealidades nuestras de cada día desde donde damos lecciones de política bajo nuestra cacareada apolítica declaración de intenciones, mientras envidiamos la irrealidad que el otro —el contrario ideológicamente o no— ha colgado en su muro tras un filtro de doble postureo. Y todo, desde la trinchera del anonimato; donde nos odiamos con la intensidad de infinitas caras de cabreo.  



Pero pongámoslos en silencio y olvidemos nuestros teléfonos por un momento. Recordad que sigue sin haber nadie al mando; o eso parece… Porque, como apunta el profesor argentino Francisco Jesús Fernández, a partir de la concepción ingenua del caos —este mar de tinieblas en el que nos encontramos sin nadie al timón—, sin un principio de orden aparente se genera «un universo que responde a leyes, que funciona y preserva los ciclos y la vida, a pesar de las catástrofes y desajustes que en él suceden». O sea, que llevando el famoso «trancredismo» de Rajoy hasta sus últimas consecuencias —«Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy»—, la casualidad caótica no es tal, sino que tiene su propio orden, por lo que la causalidad terminará por imponer la estabilidad de sus propias leyes.  


Sin caer en el simplismo al que nos llevaría adoptar la teoría de «la navaja de Ockham», mediante la cual, en igualdad de condiciones la solución más sencilla sería probablemente la correcta, creo vislumbrar con el profesor Gazau —también argentino, cómo no— dos maneras antagónicas de abordar la caótica situación existente.  


Por un lado, tenemos las políticas partidarias de la retroalimentación negativa; es decir, quienes opinan que, para corregir el caos ocasionado por la pandemia, hay que retrotraer el sistema a su estado original. El equilibrio se reestablecerá, corrigiendo la desviación, mediante un retorno al original, para que nada cambie y todo permanezca tal cual, en un orden secular; con sus hegemonías y desigualdades de toda la vida.  


Por oposición, los estadistas o aspirantes a serlo, partidarios de la retroalimentación positiva, promueven el cambio, creando nuevas configuraciones o perfeccionando las antiguas; adaptándolas, haciéndolas sensibles a una problemática distinta, propia de un nuevo tiempo. Ello conllevaría la instauración de nuevas estructuras y a procesos irreversibles. 


Así, y volviendo a la cuestión de a quién poner al volante, en la retroalimentación negativa elegiríamos a unos chóferes-estadistas que se valdrían de mapas anteriormente trazados para guiarnos siempre hacia lo bueno —y también lo malo— de lo conocido; mientras que, por el contrario, si nos decidiéramos por unos valientes —pero temerarios— conductores de nuestros designios, pequeños cambios en la trazada del rumbo podrían llevar a grandes modificaciones que desembocarían en nuevas metas desconocidas, tal vez mejores; o no. Pues eso, aquí estamos como Hamlet: «to be or not to be, that is the question».  

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