El ruido del silencio —artículo para Ideal Sierra Mágina, abril de 2022—

    Escribo este artículo en el día del padre. Hace un par de años que me falta el mío. Diréis que lo de acordarse de tu padre en este día es normal. Pero para mí no lo es. O no lo era, al menos cuando vivía, pues de no ser por mi mujer, se me hubiera olvidado felicitarlo la mayoría de las veces. Sin embargo, ahora me acuerdo de él hoy y los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año. 

Por eso, ando perfeccionando una técnica para que mi recuerdo no pierda intensidad. Es muy sencilla: me sumerjo en la profundidad abisal de mi memoria en un estado de concentración máximo, casi superior, hasta lograr provocarme una sensación de letargo en la que todos los recuerdos se suceden a cámara lenta, y así poder masticarlos, saborearlos y devolverlos al presente con el mismo retrogusto que tuvieron en su día. 


Hoy, por ejemplo, he viajado hasta el 13 de enero de 1973. Son las nueve y cuarto de la noche y, mientras cenamos en familia, en el telediario aparece el Papa Pablo VI recibiendo en audiencia al ministro de Asuntos Exteriores de España. De inmediato, antes de que el locutor de las noticias diga el nombre del ministro, mi yo de siete años salta como un resorte: «¡Gregorio López-Bravo!» Entonces, mi padre me dirige aquella intensa mirada suya y dice: «¿habrá algo que no sepa este niño?» 


Había muchas cosas que no sabía ese crío —a pesar de que memorizara los gabinetes ministeriales de Franco, Suárez, Felipe González… y para de contar, que a partir de Aznar se me quitó esa afición por coleccionar los cromos de la política—. Como también hay muchas cosas que jamás sabrá este adulto, aunque me empeñe en terminar conociendo algunas pocas que considero primordiales en la vida.  


Una de esas cosas que me gustaría aprender, tiene que ver con mi padre y va en contra de aquel repelente niño Vicente de siete años. Porque, si hay algo que siempre admiré de mi progenitor, fue su manera de gestionar el silencio; lo que hubiera dado yo por saber lo que pasaba por su cabeza, por saber lo que callaba, mientras aquel niño-viejo prematuro soltaba sus insufribles peroratas de sabelotodo. 


Ya hablé Del silencio de Sergi Bellver, una novela que, sin haberlo pretendido, ha tomado una triste vigencia en estos días, al tratar, entre otras cosas, de las invasiones soviéticas de Hungría (1956) y de Checoslovaquia (1968); por lo que nos pueden recordar a lo ocurrido en Ucrania. Ya el mismo título nos revela la importancia que el silencio tiene en esta obra de Bellver. Así que, con el permiso de Sergi, me serviré de sus premisas.  


Primera: si nadie habla, nadie miente. Alguna vez ya me he valido de esto en las páginas de este periódico. Y si no hay ruido que distraiga, pocas cosas se le escapan a un buen observador. 


Segunda: el silencio de los museos porque en ellos sólo hablan las cosas que tienen algo que decir. Como ese cuadro de Bruegel el Viejo que hay en el Prado, titulado El triunfo de la muerte. Cada día que pasa, más ciudades ucranianas parecen haberle servido de modelo al pintor holandés. 





Tercera: el griterío solemne de las naciones al contar la Historia de sus generales, reyes, faraones, emperadores y dioses, como si no viniéramos todos del mismo silencio. Y pienso, ¿qué lugar le reservará la Historia al zar Putin? 


Cuarta: formas de silencio que no prefiero en absoluto, y esa costra espesa y contaminada que a menudo noto entre la gente es una de ellas. Como el silencio de «esto no va conmigo» que Europa propició a los refugiados sirios en contraste con el ruido solidario que ha provocado Ucrania. 


Quinta: compartir el silencio, que ya es nuestro primer idioma. El silencio cómplice y comprensivo de quienes enmudecen con la misma cadencia y armonía, para revertirlo, no en palabras, sino en buenas obras. 

Sexta: Lo que callamos no existe (Szilárd Borbély). Porque otro gallo nos cantaría a la Humanidad si solo habláramos de lo que tiene importancia, empezando por las injusticias que siempre sufren los mismos: los desposeídos. 


Séptima: el silencio de los templos (…) cuando no hay oficio ni sermón, la poca gente que me cruzo en sus naves parece escuchar por fin la voz que nos habita. Y llamémoslo «Dios» o como queramos, pero nos haría tanto bien escuchar ese silencio que nos ruge por dentro. 


Octava: la tarea más importante de un artista es la que hace en silencio. Algo que se puede aplicar cada cual en su quehacer u oficio; pero, sobre todo, apliquémoslo a todas esas ocasiones en las que hemos hablado y ejercido, antes de epidemiólogos, ahora de expertos en geopolítica, sin tener conocimientos.  


Novena: Sí, culpable por mi cabezonería con el silencio. Porque, mucho antes de empuñar un fusil o de lanzar una bomba, siempre habrá una última palabra que te acerque al otro.   


Y todo esto vino a cuento de que hoy me acordé de mi padre, que ya no está para felicitarlo, aunque todavía puedo aprender de él muchas cosas, empezando por este ruido que provoca el silencio. Luego, no tengo nada más que decir, que diría Bellver. 

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