Las pequeñas cosas—Artículo para Ideal Sierra Mágina, julio de 2024—

             Según un prestigioso estudio científico, la gente que piensa que la vejez empieza más tarde en la vida podría ser más consciente de su salud y estado físico y, entonces, dar pasos activos para mantenerse mejor. Igualmente, este mismo estudio llegó a la conclusión de que, aquellas personas que pensaron que la vejez empezaba antes estaban comprando papeletas para que, en un plazo de seis a nueve años, la ley de la probabilidad los agraciase con una enfermedad coronaria o de cualquier otro tipo.

Desgraciadamente, y pongo como aval de lo que digo mi propia historia médica, yo me encontraba en ese segundo grupo. Hace unos años, por circunstancias personales y laborales que no vienen al cuento, mi salud experimentó un paulatino deterioro que casi me lleva al colapso. Pero fue precisamente esa circunstancia, el haber sentido en mi cara el aliento de la parca, lo que me hizo reaccionar hasta hacerme sentir en tiempo récord casi como un niño. 


Confieso que fue ese momento «epifánico», el sentirme por momentos descabalgado de la vida, lo que terminó por darme una visión diferente de las cosas y una escala de valores renovada, aparte de insuflarme un brío inusual en todas mis acciones. 


Lo primero que cambió en mí, fue mi percepción sobre esta bendita tierra que me vio nacer. De repente, y aún convaleciente en una cama de hospital, en mi cabeza se iban sucediendo, uno tras otro y con una claridad meridiana, episodios de mi infancia que creí olvidados para siempre. No se trataba de situaciones traumáticas ni de malos recuerdos. Tampoco de momentos especialmente felices cuya euforia se me hubiera quedado enganchada en mi memoria para siempre. Eran como estampas de la vida que venían a reconfortar mi ánimo con su anodino bálsamo de cotidianidad.  


Antiguo colegio Alonso Vega, que se encontraba donde hoy está el Centro de Interpretación de las Caras, en Bélmez de la Moraleda.


Ahí estaba yo, camino del viejo colegio Alonso Vega —el que estaba donde hoy se erige el Centro de interpretación de las caras durante una mañana de primavera. Era como si sintiera de verdad en mi cara la cosquilla de la brisa matutina; la misma que hacía que aquellos álamos del patio se cimbrearan al compás del zumbido del viento que —lo juro— escuchaba con total nitidez. Aunque apenas podía recrearme en mi deleite porque, acto seguido, la adrenalina y el vértigo me situaban en otro lugar y en otra situación que tampoco recordaba: respirando la cremosa fragancia de unos higos durante un atardecer de agosto que, de repente, me llevaba hasta un mediodía de enero y al delicioso aroma de la aceituna recién recogida, soleándose en los fardos.  


   Me sentía muy a gusto con aquella sensación que me proporcionaban las visiones de todas esas situaciones olvidadas. Eran unas ensoñaciones que casi se podían tocar, escuchar, respirar hasta que me sobrevino la inquietud por no alcanzar a darle una explicación verosímil, y empecé a revolverme en la cama en busca de una interpretación que me valiera para justificar la maravillosa nitidez de mis regresiones. 


Por supuesto que no la encontré, o tal vez sí, cuando con el paso de los días dejó de preocuparme el porqué y empecé a disfrutar de mi recién adquirida —o tal vez simplemente recuperada— habilidad: cribar de entre la broza del ruido esas pequeñas cosas, que son las que de verdad importan. 


Vivir con dignidad y disfrutar de una buena salud física, mental y moral no requiere de mucha ingeniería macroeconómica, si sus postulados resultan inútiles a la hora de llenar la cesta de tu compra. Tampoco precisa de complicados algoritmos capaces de analizar y destripar millones y millones de datos en nanosegundos, si a cada bocanada el aire se vuelve más irrespirable, sin que la sofisticada IA ofrezca siquiera una remota solución. Ni mucho menos, enarbolar una bandera u otra, hasta el punto de llevarte a la disputa y a la confrontación con tu vecino o con tu hermano, te va a recompensar con mejores hospitales ni va a ofrecerte un cheque para pagar la universidad de tus hijos o darte la entrada para ese piso que te permita emanciparte de una vez por todas. 


No es que esté proponiendo una vuelta al pasado. Esa simpleza de que cualquier tiempo pasado fue mejor nos puede hacer caer en la trampa de la nostalgia y de la autocompasión, e impedirnos avanzar en la búsqueda de soluciones. Lo que propongo es fijar nuestra atención en los pequeños detalles y en sus sencillos mecanismos. Volver, por ejemplo, la vista hacia nuestros pequeños pueblos de Sierra Mágina. Observar los mecanismos nada complicados que siempre los han hecho funcionar, engrasados por relaciones de buena vecindad. Bajar hasta la política de las pequeñas cosas, de las de andar por casa, que son la gasolina que, si no mueve nuestros sueños, al menos los alimenta. 


Seguramente, pensaréis que esto es una simpleza. Pero ya lo decía Serrat en su canción: que todo aquello que creíamos muerto por el paso del tiempo, o por nuestra propia ausencia, en el momento más inesperado puede regresar, y al tropezarte con esa pequeña cosa y leer de nuevo aquello que escribiste en ese papel olvidado en un cajón, compruebes que dejó de ser una tonta ocurrencia, y entonces llores cuando nadie te ve. 




Comentarios

  1. Desde luego,Juan,tu escritura subyuga,quizás no sea éste ni el momento ni el lugar,,para hablar

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  2. Para hablar de tu enfermedad,ya sólo un recuerdo,de lo que me alegro ,pero la foto me ha hecho recordar a mi añorado colegio.Alonso Vega ,ahí estuve 3 cursos ,posiblemente los mejores de mi vida profesionales

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